Las otras islas del atolón de Chuuk
Al atardecer, los muelles de Weno están en pleno bullicio. Es la hora de volver a casa, y las lanchas esperan a sus pasajeros para partir a alguna de las islas del atolón. Desde los 230m del monte Tonaachau, el horizonte del ocaso no se pierde en el mar. Las otras islas se recortan en el horizonte, con el espectáculo de las pequeñas motoras abandonando el “centro” y saliendo al mar dorado, como fuegos artificiales. En total hay unas quince islas habitadas protegidas por la barrera de coral de Chuuk que dicen es la segunda más grande del mundo.
Por tanto, aunque uno viva en una isla, siempre tienes otra cercana para cambiar de aires en el fin de semana y estirar así un poco tu “mundo”. La única dificultad es ponerte de acuerdo con el barquero, pues cada isla tiene varios nombres. Al poco de llegar no sabía si los nombres raros eran de alumnos, pueblos, o islas. Cuando aprendí que la isla de enfrente se llamaba “Tonoas”, entonces alguien se refirió a ella como “Dublón”, su nombre antiguo, llamándola en otra ocasión “Toloas”, pues algunos de los dialectos de la laguna no tienen el sonido “n”, que cambian por “l” o “r” a su gusto. Todavía no sé si yo vivo en Weno o Wero.
La primera escapada fue a Piis, la única isla habitada que hay en el arrecife de coral. Llevaba apenas un par de semanas aquí y fue una de las mejores lecciones sobre Micronesia. Primero, el viaje en la motora, nada de lo idílico que se ve cuando abandonan el puerto. Se va sentado sobre el suelo, acoplándote a los botes durante horas, pues aunque el mar está tranquilo, con la velocidad notas el mínimo obstáculo. Luego, el equipaje adecuado. La gente usaba cubos de plásticos o neveras de camping, ambos estancos, mientras que mi bolsa llegó empapada por la lluvia intermitente y yo, calado por el spray que levantábamos. Ahora ambos vamos envueltos en sendas bolsas de basura.
Descubrí la hospitalidad de la gente de Chuuk, y su expresión más directa en la comilona que se organizó en nuestro honor. La gente se reúne en el edificio común, sentada en el suelo mientras a ti te colocan incómodo en alto y presidiendo la reunión, y tras la ronda de discursos, empieza el festín: las bandejas surtidas de taro, fruta de pan, pescado crudo y frito, arroz, cerdo o fruta que tenía delante no eran la comida de todos; era una para cada uno de los agasajados, pues la costumbre es que comas lo que puedas y el resto lo lleves a casa, o lo des a alguien que no haya comido. Y lo mejor es que hay que comer con los dedos, con lo que disfrutas doble con la trasgresión de las prohibiciones de tu infancia.
La vida en estas islas transcurre de cara al mar. Las casas se reparten a lo largo de la orilla, por familias. Cada una tiene su barca y, con ella, acceso a las proteínas que complementan los vegetales tropicales. En el claro de palmeras en el que está la iglesia, un manto de prado verde da idea de lo que nosotros llamaríamos plaza con el tiempo y un poco de cemento. Un grupo de señoras ríen continuamente mientras se abanican con una palma trenzada, sentadas en el suelo con mucha práctica. Los niños revolotean alrededor como lo harían en cualquier parque del mundo.
Yo había manifestado mi interés por recorrer la isla, así que uno de los niños fue designado para acompañarme; se las arregló para devolverme al mismo lugar en cinco minutos y seguir con los juegos, que esta vez consistían en despiojarse uno al otro. Finalmente fui a parar a manos del “policía” -según rezaba en la camiseta- pero que ante la falta de desórdenes, simplemente está al cuidado de la radio, única comunicación con el exterior. Él fue quien me dio la vuelta por la isla, un mundo sin coches, sin electricidad, donde la gente todavía mira las estrellas y habla con sus ancianos.
La segunda salida fue a Udot, que se supone que es la cima de la montaña que al variar el nivel del mar dio lugar al atolón de Chuuk. Al dar la vuelta de rigor a la isla, otro niño fue designado voluntario para acompañarnos. Yo me preguntaba qué truco haría esta vez para volver con sus amigos. Lo comprendí cuando los veinte minutos estimados del paseo se habían duplicado con creces. Su venganza particular fue la de llevarnos por el lado más largo, sin sendero. El sol se había ocultado ya, y la noche caía rápido como sólo hace en los trópicos. Él iba descalzo y se volvía de vez en cuando para vernos pasar entre una maleza demasiado espesa para nuestro tamaño. Yo, que me sorprendía de la destreza que había conseguido con las chanclas, sólo deseaba que no se rompieran justo ahora. Qué agradable sensación notar que la chancla sigue milagrosamente unida a tu pie cuando la sacas de más de un palmo de lodo y te espera adelante un poco más de oscura maleza y otro risco de cortante acantilado.
Finalmente llegamos a unas cabañas, ya de noche cerrada, y a juzgar por los gestos y tonos, al niño debieron reprenderle con aquello de “pero cómo se te ocurre…”, “imprudente” y demás, mientras fueron a buscar al policía para que nos acompañara a nuestra casa con su linterna. Pocas veces he disfrutado tanto de una ducha a cazos, a la luz de una lámpara de keroseno, para ir a caer rendido sobre una esterilla de pandano.
La razón de venir a Udot era pasar a los estudiantes de primaria la prueba de acceso a Xavier. Me marcó ver el estado de las escuelas de donde vienen nuestros futuros alumnos. Apenas tienen un par de libros para toda la clase, y no todas tienen mesas. Rellenar la hoja de datos personales costó casi una hora pues apenas entendían inglés. Me llamó la atención que en la casilla del empleo del padre y madre, muchos ponían “ninguno”, pero cuando la pregunta era quién pagará por tu educación, la respuesta era “mis padres”. Así es Micronesia: lo que no te da la tierra te lo dan los familiares. No sé cómo les fue, ni si alguno será alumno de Xavier el año que viene, pero a mí me cambió la perspectiva. Y eso que soy más alumno que profesor pues cada día me enseñan algo nuevo.
Los japoneses fueron los primeros en explotar las ventajas de Chuuk como puerto y lo convirtieron el la base de la Flota Combinada del Pacífico, bajo el mando del célebre Almirante Yakamoto. Entonces, Tonoas era la isla principal, con una pequeña ciudad que fue arrasada por los bombardeos americanos. Otras islas se convirtieron en huertos, centros de radios, o aeródromos, recolocando previamente a la fuerza a sus habitantes. Cuando al acabar la guerra volvieron sus habitantes, el sentido de posesión de la tierra todavía se hizo más fuerte.
Para mí la más curiosa es Eten. Con rocas de la montaña ganaron tierra al mar para las pistas de aterrizaje, dejándole la apariencia de un portaviones. El resto de montaña haría de puesto de mando y el manto de palmeras que hoy cubre el cemento de las pistas sería el casco. En el mar, a ambos lados, están los restos de los aviones que intentaron despegar, cubiertos de corales para nuestro disfrute. El centro de comunicaciones estaba en un edificio gemelo al de Xavier, pero que corrió con peor suerte en los bombardeos y yace en ruinas. Al menos puedes ver como era el original japonés. Las puertas de acero son las mismas que tenemos nosotros, pero el baño con bañera de agua caliente se transformó, desgraciadamente en nuestro caso, en la secretaría del colegio.
Visitarla no es fácil. La tierra es suya, y cobran a los turistas precios astronómicos por pisarla. La otra opción es pedir permiso, usando el protocolo local, por lo que es indispensable un acompañante que hable chukés. Al llegar al muelle aparece un paisano y empieza un parlamento de quince minutos. Mientras tanto esperas pacientemente sin enterarte de nada. Un gesto con la cabeza me indica que tenemos permiso del jefe de la isla para atracar la barca, y podemos desembarcar. En cada hogar que atravesamos sucede lo mismo. Pero al final descubrimos la clave. El ser profesor de Xavier se convierte en un salvoconducto.