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De vuelta en casa. Objetivo cumplido: Vuelta al mundo sin avión.

Paris con sol tras lluvia

De vuelta en casa. Objetivo cumplido: Vuelta al mundo sin avión.

Aunque habí­a embarcado en Montreal, al remontar el rí­o camino de Amberes me sentí­a un marinero que llegaba de mucho más lejos. Navegaba por aguas que siglos atrás recorrí­an los cargueros provenientes del rico comercio de las Islas de las Especias. Y yo en el fondo llegaba de la misma zona, del otro lado del mundo, de la isla de Chuuk tras innumerables trasbordos. Y al desembarcar una lluviosa mañana en Bélgica me sentí­a ya como en casa, aunque sólo fuera por usar el euro y pisar el viejo continente.

Museo navegacion Amberes

Museo navegacion Amberes

Los kilómetros que me faltaban para llegar a Zaragoza me parecí­an insignificantes al compararlos con los que habí­a recorrido desde que salí­ hací­a más de un año. Lloví­a, pero aun con todo quise dar un paseo por las calles, y los pasos perdidos me llevaron al imponente castillo que alberga el museo de la navegación junto al rí­o. Allí­ me di cuenta de la espinita que me queda clavada; estaba a punto de dar la vuelta al mundo sin avión, pero no habí­a podido cruzar el océano en velero.

Maneken Pis

Maneken Pis

Pasé mi primera noche europea en Bruselas. Siempre me ha parecido una ciudad triste y gris. Seguí­a lloviendo y los turistas sólo se separaban del paraguas para hacerse la foto junto al Maneken Pis, y yo los miraba aturdido, como si me encontrara fuera de lugar. La de sitios preciosos que tiene el mundo sin nadie que los fotografí­e, y lo que somos capaces de montar por una fuente de un niño meando. Empezaba a notarme muy raro. Paseaba sin rumbo, y de repente descubrí­ una tienda que alimentó mi alma otra vez. Habí­a fotos de viajes, música del mundo, y olores exóticos. Se llamaba «soulfood», y me devolvió un poco de aire ante la opresión que sentí­a al acercarme al mundo que habí­a dejado casi olvidado meses atrás.

Ayuntamiento de Amberes

Ayuntamiento de Amberes

En las historias de marinos siempre habí­a una escena de juergas al llegar a tierra. Hoy los puertos son como frí­as fábricas industriales, las estancias en tierra muy cortas, y el bar más cercano está a kilómetros de distancia, con lo que las borracheras son cosas del pasado. Yo no sé cómo lo hice, pero acabé haciendo buena las viejas historias de la noche en que se llega a puerto tras una larga travesí­a, y terminé casi tan perjudicado como en el Transiberiano con los soldados rusos. Todo empezó porque Marta, una zaragozana que vive en Bruselas, me hizo un rápido reciclaje a la comida aragonesa. Se me caí­an las lágrimas conforme aparecí­an los platos sobre la mesa. Atrás quedaban los dí­as del barco con la comida india, y daba la bienvenida a los embutidos y conservas que tantos meses hací­a que no comí­a. Y el pan. Por fin barras de pan para acompañar. Con tanta emoción, no me di cuenta de cómo se iban vaciando las botellas de Bordejé, y la memoria empezó a flaquear. Recuerdo lo importante. Que acabé bailando salsa. Eso sí­, pero no sé dónde.

Paris bajo la lluvia

Paris bajo la lluvia

Por la mañana no andaba muy lúcido y eso es lo peor para viajar. Llegué a Parí­s por los pelos. Querí­a ir en tren, pero allí­ hace tiempo que funciona la alta velocidad, y la única opción son trenes rapidí­simos donde pagas fortunas por el tiempo que te ahorras. Así­ que acabé con los que no tenemos dinero pero sí­ tiempo y color oscuro de piel en un incómodo autobús camino de la ciudad de la Luz.

Paris con sol tras lluvia

Paris con sol tras lluvia

Dicen que el secreto mejor guardado de Parí­s es que llueve más dí­as que en Santiago de Compostela. También es cierto que de alguna manera acaba saliendo el sol, y siempre puedes llevarte fotos sin lluvia para enseñar en casa y seguir conservando el secreto. Y en esta visita se cumplió la norma. Lo único que cambié fue el alojamiento, pues en esta ocasión acabé en Montmatre, con una ventana que enmarcaba el Sagrado Corazón, en vez del barrio latino. Pero como siempre empecé visitando la librerí­a «Shakeaspeare & Co» antes de perderme por las pocas calles de Francia en las que puedes cenar a horas españolas.

Shakeaspeare and Co

Shakeaspeare and Co

Los planes eran simplemente pasear sin rumbo, y si tení­a ganas entrar en algún museo. Me apetecí­a ver las pinturas de Gauguin sobre Polinesia, pero al final ganó el Louvre, pues no habí­a estado desde que inauguraron la controvertida pirámide. Disfruté recorriendo otra vez las salas que tanto me impresionaron en mi primer interrail, y pude contemplar los tesoros arrebatados a muchas ruinas que he visitado in situ desde aquel viaje iniciático. Y hay que ver lo que hace la concentración de tantas obras de arte. ¡Allí­ el agua mineral embotellada es cuatro veces más cara que la gasolina! La Mona Lisa siempre ha sido la estrella del museo. Ahora, tras la publicación del Código Da Vinci, tiene hasta cintas para ordenar las filas que se forman, y ya ningún vigilante gasta más energí­a en pedir que no usen el flash en las fotos.

Mona Lisa

Mona Lisa

Siguiendo con los escenarios parisinos del best seller, al llegar a la iglesia de Saint Sulpice un cartelito aclaraba las falsas informaciones que aparecen en la novela sobre ese lugar. Seguro que el párroco acabó harto de preguntas y prefirió dejarlo por escrito. Los rostros de los turistas norteamericanos se mostraban confusos al leerlo, o tal vez defraudados de que lo que les han contado como verdad no lo sea tanto. Tendrán que irse acostumbrando»¦ Mi interés en acercarme se basaba en saber si el Meridiano de Parí­s pasaba como dice el libro realmente por allí­, que tampoco. Gracias al estupendo concierto de órgano que me encontré sin esperarlo me vi más que resarcido. Al salir me fui a pasear por los Jardines de Luxemburgo. Los niños jugaban con barcos a vela en el estanque, los mayores hací­an Tai-chi, y a mí­ me habí­a llegado el momento de montarme en el tren que me llevarí­a a España.

Saint Sulpice

Saint Sulpice

El bullicio en los compartimentos no ofrecí­a duda del destino final del tren. Sólo los españoles somos tan ruidosos. Cada vez me acercaba más al destino final y más detalles me lo iban recordando. Quise cruzar por Irún, para así­ poder pasear por la Concha de San Sebastián en lo que bien podrí­a llamarse el último de la serie de paseos de aclimatación. Además me darí­a el homenaje de bienvenida con unos pinchos por lo Viejo, y pronto me empecé a reencontrar con lugares que parecí­a habí­a dejado ayer.

Paris con sol tras lluvia

Paris con sol tras lluvia

Cuando el autobús entró en el Valle del Ebro, pronto apareció la silueta del Moncayo, las crestas repletas de molinos y las resecas terrazas del Ebro. Y sin darme cuenta, como surgidas en medio del desierto, las torres del Pilar me dieron la bienvenida. Estaba llegando a Zaragoza tras casi cuatrocientos dí­as fuera. Es difí­cil expresar lo que sentí­. La alegrí­a de volver a ver a mi gente se mezclaba con un extraño sentimiento de haber cumplido un sueño. Alegre por conseguirlo, pero triste porque deja de ser un sueño. Acababa de dar la vuelta al mundo sin avión.

admin

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