Amazonas deforestado
Desde niño quise ir al Amazonas. Sólo con oír el nombre acudían a mi mente imágenes de árboles gigantes y lianas, sonidos de animales invisibles y tribus en taparrabos que todavía no habían tenido contacto con el mundo exterior. Entonces no era consciente de que los ríos eran las carreteras que permitían moverse a través de la selva y que un día recorrería el gran río hasta llegar a Manaos, la mítica ciudad en mitad de la Amazonía.
También de niño nos decían que ese gran pulmón del Planeta se estaba talando a pasos agigantados. Lo que entonces no sabía era cómo y dónde se estaba perdiendo ese preciado bosque. Fue al querer ir a visitar a mi amigo Juan, que se había ido a vivir a Rondonia, cuando Google me descubrió cómo era eso de la deforestación.
Los últimos datos dicen que en junio de 2020 se perdían 86 campos de futbol de selva amazónica cada hora. Cuando llegué al terreno pude ver con mis ojos cómo la presencia del hombre civilizado va poco a poco arrasando irremediablemente con la selva milenaria y qué paisaje deja a continuación.
Hace años que parece que nos hemos vuelto insensibles a estas cifras y aceptamos con resignación que Brasil disponga como quiera de sus recursos. En el otro extremo se encuentra Costa Rica, que en la segunda mitad del siglo XX decidió revertir la tendencia deforestadora que llevaba, similar a la brasileña y parar la pérdida de bosque primario. Hoy hace que sus recursos boscosos sean uno de sus reclamos turísticos.
Las fotos de satélite muestran formas curiosas, artificiales, que se desparraman como una ameba entre el verde intenso del Amazonas. Son líneas ocres, más o menos ordenadas, que generan dibujos extraños vistos desde el espacio, como si fueran monstruos que devoraran el verde que los rodea.
Al acercar la imagen uno quiere ver líneas paralelas como diminutos códigos de barras, todas paralelas, pero con una secuencia irregular, aleatoria. Es entonces cuando se muestra el modus operandi de la deforestación en esta parte del Amazonas. Todo comienza con la apertura de una carretera. Eso garantiza la vía de salida para la madera. A esa carretera se le hacen caminos perpendiculares a ambos lados y el terreno entre esos caminos se parcela y se entrega a los colonos que vienen hasta aquí en busca de un futuro mejor.
Cada campesino tiene un rectángulo alargado con un frente estrecho que linda con el camino que le da acceso y empieza a trabajarlo según sus necesidades. Unos talan la parte cercana a la carretera y consiguen así terreno para sembrar. Otros, la mayoría, talan la mayor parte y dedican la tierra deforestada para pasto de su ganado. Así se va construyendo un mosaico de pequeñas fichas idénticas en las que la parte verde y ocre tiene distintas superficies y que dan ese aspecto tan peculiar cuando se ven desde el aire.
Con los pies sobre la tierra el paisaje no es tan idílico. Al perder la cubierta vegetal, la tierra se vuelve ocre y los animales salvajes que a uno le gustaría observar han huido ya o son cazados en cuanto abandonan la frondosidad protectora. Algunos árboles han sido perdonados y se alzan solemnes sobre las praderas consumidas, como testigos silenciosos del desastre. A sus pies los restos de troncos quemados sobresalen junto a los hormigueros gigantes como únicos obstáculos en la llanura.
Junto a ellos pastan las vacas flacas que esperan engordar para ser vendidas y así suministrar carne al mundo. La ganadería extensiva (junto al cultivo de soja) es el negocio que empuja la tala del bosque, perpetuando la necesidad de nuevos pastos y nuevo bosque sacrificado. Ingenuo de mí. Creía que era por la madera.
Las carreteras no están asfaltadas. Su estado oscila entre el barro pegajoso de la época de lluvias y el finísimo polvo de la época seca que se acaba metiendo aun con las ventanillas subidas. La ropa queda cubierta de un polvo que se mete por la garganta y no te suelta hasta que te vas.
De cuando en cuando ves la idílica imagen de los pastores montados a caballo supervisando el ganado. Son la versión moderna de los vaqueros de las películas del “far west”. Ahora el Amazonas es esa última frontera que está cayendo en las manos del hombre “civilizado” y como viene siendo habitual desde hace milenios, aplicamos nuestra manera particular de tratar el ecosistema que nos sostiene.
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scarlet anderson