Japón
Siempre hemos oído que Japón es carísimo, y parece que uno se deja el destino para la edad dorada en que pueda viajar despreocupándose del dinero. Los azares de evitar el avión me pusieron el Imperio del Sol en el camino, y allí que me lancé con mi mochila, pues las últimas informaciones indicaban que podría haber barco en Tokio. Tras haber estado en el ex-territorio imperial japonés de Chuuk, tenía ganas de visitar la ex-metrópoli. Y no es tan difícil. Con un poco de maña tampoco te rompe el presupuesto tanto como uno imaginaba.
El tren de Shimonoseki a Hiroshima fue una perfecta introducción a la idiosincrasia de este peculiar país. La mayor parte del viaje transcurre junto a la costa, y cuando te cansas del paisaje marítimo puedes cambiar de lado y empezar a familiarizarte con el arte de lo pequeño. El espacio es el bien más preciado, y todo, casas, coches y campos son un ejemplo de la maestría de sacar partido a espacios minúsculos. También sirve de introducción a la cortesía japonesa. El revisor saludaba con una leve inclinación a los pasajeros cada vez que, recorriendo el tren, entraba o salía del vagón. Y por supuesto cumplió a la perfección el horario, cambios de tren incluidos, que con lenguaje de gestos pude conseguir. Muy poca gente habla inglés, salvo algunas chicas en puntos de información, que te sorprenden con un acento propio de Oxford.
Cualquier persona sensata sale de visitar el Museo de la Bomba Atómica de Hiroshima flotando entre miles de pensamientos, pero convencido de que por el camino que vamos no llegamos a ningún lado. Nadie dice ni palabra mientras recorre los diferentes paneles, descubriendo la frialdad con la que se planificó el «ensayo con personas» de las armas que iban a marcar el cambio del centro del poder en el mundo. Y una pregunta te retumba en la cabeza sobre todo. ¿Por qué se tiró la segunda, adelantando incluso la fecha, si Japón iba a rendirse? ¿Sería porque probada la efectividad de la bomba de uranio, faltaba ver qué tal funcionaba el plutonio en Nagasaki? Eso»¦ nunca lo sabremos»¦
Fuera queda como testigo mudo la cúpula del Salón de Promoción Industrial, sobre la que estalló la Bomba, recordándonos las locuras que el hombre puede llegar a hacer. Como para aliviar el espíritu, a pocos kilómetros está Miyajima, una agradable isla-templo repleta de ciervos, y con el famoso Torii (puerta) que emerge del mar, pero que cuando fui yo, como viene siendo habitual, simplemente sobresalía de la arena en la marea baja. En las calles de alrededor descubrí el sentido de la palabra artesanal en los dulces. Significa que a través de un cristal puedes ver la máquina limpísima que los procesa, mientras el chef supervisa la operación, tocado con el sombrero de rigor.
Me costó salir de Hiroshima. No encontraba la estación de buses, pues estaba en la tercera planta de un centro comercial. Al ir buscándola entre las plantas, las dependientas me saludaban inclinándose conforme avanzaba. Si tengo que juzgarlo por cómo me sentía ante tanta reverencia, ¡qué incómodo debe sentirse el príncipe!
Para los amantes del Japón clásico, Kyoto es parada obligada. Innumerables templos, palacios, pagodas y jardines verdes o «secos», pueden llenar días de paseos. Mi experiencia es que no importa cómo lo preparara; ningún día pude ver todos los que había planificado. Siempre saltaba alguna sorpresa inesperada en algún jardín, y me cerraban algún templo en las narices. También Kyoto conserva antiguas costumbres. Callejeando distraídamente rumiando en la cabeza lo que había sido el día me tropecé con un par de geishas que iban a trabajar en una zona de restaurantes selectos para los grupos de ejecutivos que venden sus almas a la empresa. Maletín, traje y personalidad gris, con el único punto disonante de las corbatas, que a veces parecen elegidas por un daltónico.
De todas las visitas, la más singular fue la del Palacio Imperial. Hay que pedir permiso por anticipado en unas oficinas con el pasaporte en mano. La visita en inglés era a las dos de la tarde con un calor húmedo y pesado. La megafonía indicaba la duración de la visita, una hora, y yo dudaba si podría sobrevivir si dejaba el aire acondicionado de la sala de espera. Cuando llegó el guía nos repartió un folleto a cada uno y empezó la visita «bala» al Palacio. En un recorrido sin paradas, el guía señalaba con mímica en el folleto qué era cada lugar por si queríamos leerlo, excusándose de no hablar inglés. Veintinueve minutos más tarde estábamos fuera.
Otro día me acerqué a Nara, con más templos y jardines. Para romper con tanta espiritualidad, antes de regresar a dormir a Kyoto, me fui a disfrutar de la vida nocturna de Osaka: oh maravillas de los trenes japoneses. Salir a la superficie no es fácil en las ciudades niponas. Un mundo subterráneo de tiendas y restaurantes te permiten moverte por el centro sin tener que soportar el calor o el tráfico. Pero yo quería ver los neones y el espectáculo humano. Aparte de los ejecutivos, hay todo un espectro de «estilos», por llamarlo de alguna manera, que hacen el sentarte a ver pasar gente una de las cosas más entretenidas del día. Breakdancers, viejos rockeros de tupé, mafiosos de película y lolitas disfrutan haciéndose fotos. De repente entre los carteles ininteligibles en japonés, leo: «internet». Salvado. Es dificilísimo encontrar Internet en Japón, así que entro y me doy cuenta de que la gente no entra allí a leer el correo. Una silla tipo tumbona, y la posibilidad de ducha al terminar la sesión deben servir para otras cosas. Y cuando imaginándome bailando salsa en Osaka me acerqué a un puesto de «información nocturna gratuita», no tenían ni idea de dónde estaban los bares latinos, pero tenían cientos de fotos de chicas con sus teléfonos. Ingenuo de mí.
La última parada era Tokio, la gran urbe, con sus distintas zonas de rascacielos, tiendas, y gente, mucha gente. Un día me acerqué al que es el mercado de pescado más grande del mundo. Abruma tanto movimiento. Al ver los puestos en los que cortan los atunes gigantes con espadas de samuráis, parecen carnicerías más que pescaderías. Pero con un buen almuerzo a base de pescado crudo y mariscos se arregla el cuerpo rápidamente, y te puedes lanzar a explorar los últimos avances tecnológicos de Sony, que ha hecho desaparecer el mando en los videojuegos. Simplemente una cámara observa cómo te mueves para saber cómo reaccionar en el mundo virtual. A este paso, dentro de poco nos leerán el pensamiento.
El ejemplo de la carestía de la vida en Tokio se ve en el precio de la vivienda. El alquiler de una habitación de 20 metros cuadrados, con un pequeño aseo incluido, valía 660 euros al cambio. Así no extraña que abunden los hoteles «cápsula». No me quería ir sin probar uno, así que una vez que localicé la zona de salsa, busqué uno cerca, y me di el lujo de dormir en esa especie de colmena, con la yukata como único pijama, tras un relajante baño de burbujas, después de haber bailado hasta el amanecer, como en mis tiempos jóvenes.
Pero se acercaba el momento de partir. Tenía que ir al puerto y ver qué pasaba con el barco. Eso significaba despedirme de Oriente tras varios meses de estar por aquí, así que me acerqué al templo de Asakusa a decirle «hasta pronto» a Buda, y poner rumbo a la tierra del sheriff del planeta.
Que guapo se te ve Nacho! Espero poder ir un día a visitar esta ciudad