La isla del náufrago
Todos tenemos una imagen de esa isla desierta a la que te preguntan qué tres cosas te llevarías. Cuando llegó el día en que eché el pie a tierra en una, sólo llevaba una sonrisa de oreja a oreja. Y tampoco me importó que ni Halle Berry ni las otras dos cosas estuvieran aquí. Lo importante es que haya un bote varado en la arena y alguien que lo sepa manejar por entre los canales de coral, para cuando te apetezca cambiar de aires.
Los científicos no se ponen de acuerdo si es el mar el que sube, o los volcanes los que se hunden, o ambas cosas a la vez. Pero el resultado, tras años de lento crecimiento, sea cual sea la causa, es el maravilloso mundo multicolor del arrecife coralino. Si comenzó a crecer alrededor de una elevación ahora sumergida, lo que vemos es un anillo de coral que protege una laguna de aguas turquesas ajenas al oleaje exterior. Las islas que coronan los arrecifes coralinos, con sus playas de arena blanca, y las palmeras intentando mojarse la melena, son una de las imágenes que el subconsciente relaciona con el paraíso. Esta es la geografía típica del Pacífico.
Y, como comentaba en la crónica anterior, aunque Chuuk es un atolón gigante, todavía a medio hundir, su arrecife tiene muchas de estas islas de náufrago a las que escaparte del ajetreo de Weno. A pesar de lo idílico que pueda parecer, todas tienen dueño, así que, tras pedirle permiso, sólo necesitas una barca para cambiar de mundo.
Habíamos quedado a las ocho, pero eran las nueve cuando todavía estábamos preparando la ensaladilla. No llevaba ni dos semanas aquí y todavía no me había acostumbrado al horario de Micronesia. Mi impaciencia por llegar a Angenimen, la isla a la que íbamos de picnic, me hizo ser el primero en estar listo, cosa no muy habitual. El ambiente en la orilla era como cuando quedas con los amigos para ir de costillada. “¿Dónde metemos esto? ¿Qué coches llevamos?…” Sin embargo el idioma era Chukés, y en vez de coches había motoras.
Cuando nos ponemos en marcha empiezan los piques entre las distintas motoras, y sin darnos cuenta la gran Weno se ha convertido en poco más que una ondulación verde sobre el horizonte. Entonces me asalta la duda natural de un aragonés del secano fuera de su medio: ¿Cómo saben a dónde vamos, si estamos rodeados de mar por todos los lados? ¿Y esta barquita no se volcará? Pero en seguida aparece un punto por la proa, y al poco se pueden distinguir las palmeras recortándose en el horizonte. Tierra ¡Tierra! ¡Una isla! Para mí la sensación era como si la tuviera un náufrago agarrado al barril tras días a la deriva. Que bonita visión. Al acercarnos, no podía ocultar mi cara de embobado. Y como fondo las olas del mar abierto rompiendo contra el arrecife, poniéndole la música. Sólo faltaba la nativa con el collar de flores esperando en la playa.
Al echar pie a tierra… chof, los pantalones mojados y vuelta al mundo real. No sé de dónde salió la maldita expresión, porque en estas latitudes siempre acabas con agua hasta la rodilla cuando sales de la barca. No importaba. Habíamos llegado a la isla. Tras ayudar a descargar nos distribuimos las faenas. Unos se fueron a pescar, otros a preparar el fuego, otros a masticar betel, y yo, a explorar la isla. Era sábado, así que si encontraba algún indígena perdido ya sabía qué nombre ponerle.
Como la vegetación era espesa, decidí bordearla primero. Mi presencia espantaba a los cangrejos ermitaños de los cocos caídos en la playa. Me sentía el primero en pisar esa arena blanca en mucho tiempo, hasta que, al bordear un pequeño manglar, algo raro se deja oír entre las olas que rompen. Unos pocos pasos más bastaron para darme cuenta de que aquí también hay que compartir los buenos sitios de picnic. Un par de barcas estaban amarradas en esta parte de la isla, y ni con los meses hubiera podido ponerles nombres a todos los sonrientes chukeses.
Más me hubiera valido quedarme en el otro lado, y pensar que somos los únicos en la isla. Siempre tenemos que ser los europeos los que vamos a molestar (aunque nosotros decimos descubrir) el quehacer cotidiano de los paisanos del lugar que toque. Si al menos hubieran traído a Halle Berry de invitada, quizás en su vuelta de reconocimiento hubiera aparecido en la playa a la que llegamos nosotros, y entonces yo hubiera empezado a creer en enanitos verdes y en genios de la lámpara.
Al volver, me encontré con que estaba empezando el aperitivo. En el fuego se estaban terminando de asar algunas de esas conchas que la gente tiene de decoración en las estanterías, mientras una especie de ostras de colores se aliñaban crudas con lima para los impacientes. En la orilla, con unas conchas estaban quitando las escamas a peces de colores de los que salían en los reportajes de Cousteau. Todo recién cogido. Unos cayeron crudos y otros pasaron por la brasa. Casi no hacía falta haber traído nada de casa. La comida transcurrió entre risas, motivadas en parte por mi frustrado descubrimiento, mientras comíamos con los dedos, distribuidos por el suelo al estilo isleño. Para el postre se siguió el estilo USA, y de repente apareció de algún sitio un cubo de helado. Por un momento vi algo positivo en esto de la globalización.
Siguiendo el estilo mediterráneo, me prepare a la sombra un lecho de hojas de palmera para la siesta, pero advertido de no estar directamente debajo de ningún coco. Cuando al despertar me puse las gafas para bucear, me parecía estar todavía soñando. El verde que domina la vegetación terrestre es el color que más costaba encontrar bajo el agua. Naranjas, rosas, azules, amarillos… Los peces te rodean y juegan contigo, o te observan tímidos, protegidos por los tentáculos de las anémonas. El tiempo se paró, y tuvieron que venir a buscarme para decirme que nos volvíamos.
La isla de Pisar está un poco más lejos, en la parte sur del arrecife. Es pequeña, casi de juguete, con apenas doscientos metros de longitud y unos setenta de anchura. El suelo es de arena blanca en la que crecen las palmeras justas para dar sombra, colgar las hamacas y la red de voleyball. Hay un par de cabañas, y los profesores del colegio habíamos decidido ir a pasar el fin de semana para reponer fuerzas a mitad de este segundo semestre.
Desde que empezamos a cargar las motoras empezó una tormenta tropical que en España hubiera cancelado la excursión. Acá nadie se inmuta. Simplemente cubres el equipaje un poco y deseas que salga el sol para secarte. Al alejarnos de la orilla, botábamos con las olas sobre el suelo de la barca bajo una lluvia intensa rodeados de un oscuro gris que escondía el horizonte. No se veía nada a más de veinte metros. Esta vez confiaba en la destreza de Rutton y, a pesar de estar calado, no iba preocupado.
A mitad de camino aflojó un poco y pudimos ver que pasábamos junto a islitas de cómic, con solo un par de palmeras, y junto a otra más grande con un oxidado bote encallado, que supongo actuará de señal de “recuerde” para pilotos temerarios. Pero nos preocupaba más el nubarrón que estaba a nuestra proa, y pronto nos volvimos a meter en otro chaparrón. Aunque llovía, el agua que corría por mi cara sabía salada, como si alguien jugara a tirar cubos a la barca. Hasta la ropa interior chorreaba. El silencio de nuestros rostros reflejaba que estaba siendo un viaje duro y más largo de lo previsto. Y de repente, ni que estuviera preparado, dejó de llover y apareció ante nosotros la isla deslumbrante, como la Meca deseada iluminada por un foco sobre el escenario de las olas azules coronadas de blanca espuma.
La mitad del claustro son norteamericanos, y la intendencia lo reflejaba perfectamente. Teníamos en la pequeña isla todos los productos que se pueden comprar en Weno. Tres clases de cereales para desayunar, zumos, galletas de todos los sabores, salsas para aliñar la carne, latas de bebida para reventar, queso para untar los nachos, vino para la cena… Hasta trajeron un portátil para poder ver una película por la noche. Los reñidos partidos de voley sobre la arena blanca, las sesiones de trabajo o las siestas en la hamaca se diluyen ante el recuerdo de la comida.
Estaba en una isla de náufrago, pero tenía todas las comodidades en uno de esos sitios de postal, de los que dices “¿iré algún día aquí?”. Estaba realizando un sueño, era consciente de ello, y lo estaba disfrutando con todos los sentidos. Todavía me quedaba una sorpresa por descubrir, algo que nunca había leído en las novelas: bucear en el arrecife de coral iluminado tan solo por la luna llena, una de las mejores sensaciones desde que llegué a Chuuk.