Adios América; hola Europa
Encontré un barco que me llevase a Europa. Un carguero que sale de Montreal y va hasta Amberes. Tras tantos kilómetros e intentos, las cosas parecen ponerse de mi parte, y podré cruzar el Atlántico sin avión. Comienza el fin, aunque como postre Nueva York y Québec no son una mala despedida al viejo continente.
Uno no se cansa nunca de visitar Nueva York. Tiene cosas que ofrecer para todo tipo de turista; museos, espectáculos musicales y teatrales, tiendas de sólo mirar y gente, mucha gente, y muy, muy peculiar. También tiene varios de los símbolos «americanos» más auténticos, y por ello hay quien la considera en sí un símbolo americano. Pero si tengo que elegir algo, me quedo con la gente, con la mezcla cultural. Aquí puedes encontrar gente de todos los rincones de la tierra. Desde la chica de Ghana sentada en el asiento de al lado preparándose para convertirse en médico, al chef del restaurante eritreo, pasando por el mensajero ciclista de Uzbekistán. Es como si pudieras dar la vuelta al mundo con sólo coger el metro. Aún es más, para mi Nueva York ha dejado de pertenecer a los Estados Unidos para pasar a ser patrimonio del planeta.
En esta visita iba a salirme del área de Manhattan, para alojarme en una de las zonas que evocan respeto al nombrarlas: el Bronx. Y como pasa siempre. Se tiene miedo a lo desconocido. Al llegar en el metro no me atrevía a sacar la cámara para aprovechar las oportunidades que daba la luz del atardecer. Me parecía que todo el mundo me miraba. Pero al pasar de los días me sentía en un barrio de lo más normal, donde la gente va a ganarse el pan de cada día con jornadas larguísimas, y muy a su aire. No quiero decir que no pasen cosas, pero desde luego no las que te imaginas al pronunciar el nombre.
Mi amigo Lanny eligió venir a trabajar al Bronx al terminar su ciclo en El Salvador. Nos conocimos en París hace muchos años, cuando ambos nos alojábamos en «Shakeaspeare & Co». Era mi primer inter-raíl, y París era la primera ciudad a explorar. Él estaba más interesado en aprender el funcionamiento de ONGs, y pronto partiría a ponerlo en marcha en Centroamérica. Más gente se subió al carro y así fundaron «Doctors for Global Health», la única ONG que conozco donde TODO el trabajo es voluntario, con la libertad que da no tener que justificar ningún sueldo a fin de año, y dedicar todo el dinero a proyectos.
Pero el concepto de salud va más allá del corporal. Incumbe también el aspecto mental y social, y se engloba dentro del movimiento «Medicina para la liberación». Alguno se preguntara que a qué viene todo esto. Viene a que una de las cosas que más me impresionó de Nueva York fue el descubrir gente que sigue luchando sin desánimo por unos ideales distintos a los que imperan en el mundo actual. Sí, hay gente en los USA a los que no les gusta cómo su país dirige el mundo, e intentan que cambie. Desde dentro y actuando fuera donde se necesita también, pero sólo donde son invitados, para no caer en el mismo error que el tío Sam.
El vecindario de Lanny es particular. Han convertido la planta baja de un precioso bloque de viviendas de ladrillo estilo holandés en una sala de arte. Tienen una librería para intercambio de libros usados en el Hall, e incluso uno de los vecinos adivina dónde has vivido en los últimos años por tu acento al encontrarte en el ascensor. Impregnado de esa buena onda, hasta el metro te parece menos duro y más humano cuando te diriges a la gran manzana.
Y a juzgar por el resto de los pasajeros, los latinos son numerosos en la zona. El español se oye por todos los lados y te hace sentirte más en casa. Hay a quien le da respeto el Metro de Nueva York, pero ya no es lo peligroso que fue años atrás, A mi me encanta. Sobre todo ese toque decadente de película de cine negro, con mosaicos art deco en medio de vigas de acero y un caos de vías. Me pasaría horas sentado observando a la gente, y visitando los laberintos de cada estación, pero arriba, en las encajonadas calles y avenidas es todavía más interesante.
Mi plan era pasear y visitar el Met y el MOMA, pero al estar cerrado el último por reformas, lo cambié por más dosis de paseo sin rumbo por calles de escaleras de emergencia colgantes. Reconozco que mi yo macabro dirigió un poco los pasos hacia la zona cero, pero rápidamente lo reconduje caminando Broadway arriba, hacia el Soho, antes de llegar a los neones de Time Square. Sólo un pero. Vaya carácter que gastan los paisanos aquí.
Mi última noche en bus me llevó de vuelta a Montreal. Aunque algunos edificios del centro tienen un aire Neoyorkino, y la mezcla cultural es casi tan fuerte como en la Gran Manzana, la gente tiene otro talante. Canadá es otro mundo. No sé si será por el subconsciente influido por el francés, pero es como si estuviera a medio camino de Europa. Bueno, eso es lo que le gustaría a los independentistas de Québec, y el tema de conversación, si sale, te deja ver que es un asunto caliente. Para intentar comprenderlos un poco más hice una escapada a la ciudad de Québec. Las calles adoquinadas y casas de piedra me acercaban cada vez más a Europa. ¡Incluso la historia tiene más de doscientos años! La gente disfrutaba de los últimos días de verano antes de entrar en el largo invierno que congela las aguas del San Lorenzo. A mi se me acercaba el final de este largo verano sin inviernos. En pocos días surcaría el río y disfrutaría de la silueta del Hotel Castillo Frontenac recortándose en el horizonte como símbolo de Québec.
Regresé a Montreal para terminar la cuenta atrás. Las calles de viviendas victorianas con sus escaleras metálicas exteriores dan un toque de personalidad única a la ciudad, y yo me dediqué a pasear, a disfrutar de los últimos momentos en territorio americano. Con el Estadio Olímpico sobresaliendo por encima de un mar de contenedores, el Canmar Honour soltaba amarras rumbo a Amberes. La travesía por el San Lorenzo es entretenida, e incluso tuvimos la visita de ballenas. La parte culinaria apuntaba interesante, pues la tripulación era india, y nuevamente tenía permiso para sentirme en el puente como un cadete más.
Al sobrepasar Terranova y llegar al mar abierto, el barco comenzó a empeñarse en acunarnos, con inclinaciones laterales de hasta 20 grados. Los platos se deslizaban por la mesa al comer, y los días de curry sin descanso empezaron a pasar cuentas al estómago. ¡Cómo deseaba ver tierra! Una noche por fin el faro de la Isla de Scilly nos indicó que entrábamos en el Canal de La Mancha. El incómodo movimiento disminuyó y aumentó el tráfico marítimo para mi deleite junto al radar. En la tarde del 26 de agosto los acantilados de Calais y Dover se levantaban sobre el horizonte. Tras más de un año volvía a ver tierra europea.