Transiberiano
Por fin estaba en la mítica estación Yaroslavsky a punto de montarme en el tren 140 con destino a Vladivostok. Eran las doce y media de la noche, una hora un poco inconveniente para salir, pero con la ventaja de que, según el billete, me dejaba a las tres de la tarde en Irkutsk. Allí, tras cuatro días de viaje, iba a parar a estirar las piernas. Los otros trenes, más populares con turistas y, por tanto, con gente que habla inglés, me dejaban de madrugada, y eso no me convencía. Estaba nervioso, como supongo que se está cuando se va a conseguir un sueño. Cuando anunciaron el andén, una marea de gente y bultos se dispuso al asalto del tren. Empezaba la aventura.
Al despertar, empecé el descubrimiento del tren. Tras tocar todas las roscas del baño y no lograr que saliera agua, ya pensaba que en la primera noche nos habíamos quedado sin agua, al viejo «estilo renfe». Pues no, resulta que es apretando la parte de abajo del grifo como sale. Y saber que el cazo junto a la taza no era para tirar de la cadena, sino para «ducharte» me costó un par de días más. Las otras cosas básicas son el samovar, una calderita de carbón que proporciona agua caliente para los noodles, sopas y el té; y el raspisanie, o papel donde reseñan las horas de las paradas y su duración. Al adelantar por primera vez la hora, me di cuenta que el tren iba desfasado una hora. Error. Todo dentro del tren está con la hora de Moscú, así que iba a llegar a Irkustk a las 8 de la noche, que son las 3 de Moscú, lo que marcaba mi billete. Ahora entiendo que sea el único extranjero del tren.
En la exposición universal de París se presentó al mundo el Ferrocarril Transiberiano como una maravilla de la técnica. Permitía acortar en diez días el viaje hasta Shanghai, de cinco semanas, combinando algunos tramos por barco, y otros por China. Pero la apertura de esta vía férrea supuso también el comienzo de la explotación a gran escala de las riquezas de Siberia. En algunos tramos, aún hoy en día, hay más tránsito de carga que de pasajeros. Siberia tiene todavía grandes extensiones de terreno que parecen ajenas a la mano del hombre. El paisaje es una taiga interminable durante kilómetros, a la que se asoman, de vez en cuando, aldeas con sus casitas de madera. Al atravesar los grandes ríos, aparecen brevemente las ciudades con toda la contaminación que generan, rápidamente absorbidas de nuevo por los colores del otoño que empiezan a atacar desde el este. Aparte de la comercial, también tuvo su importancia histórica, pues gracias a ella Rusia pudo hacer frente a los alemanes aprovisionándose de comida, cuando la parte oeste del país estaba ocupada.
El día a día transcurre entre comer, dormitar, beber té, leer, recibir visitas de vecinos de compartimento curiosos con el extranjero, mirar el paisaje que en algunos casos es igual durante horas y, sobre todo, más té. De vez en cuando te acercas a ver cuánto falta para la siguiente parada: dentro de 4 horas, parada de 2 minutos y, dentro de 7, parada de 25 minutos.
En las paradas largas el tedio se cambia por actividad. Se baja al andén, que se ha convertido en un mercadillo, y buscas aprovisionarte para el siguiente día. Entonces ves el contraste entre las señoras del tren con batín corto de dormir, comprando, y las babuskas con faldones, pañuelo y dientes de oro, vendiendo. Y te das cuenta de que los rasgos achinados empiezan a aparecer con más frecuencia entre la gente. Estamos avanzando hacia Asia Oriental, recorriendo casi 5000 kilometros. Parece difícil de creer. Ninguna avería, salvo el atropello de una vaca. Y ni un minuto de retraso.
El restaurante del tren es la plaza del pueblo, y es otra forma de dejar pasar las horas. En el centro está sentado el que controla la tienda, que me da a mí que controla también los negocios y trapicheos. Cada vez que yo iba a saltarme la dieta de sopas y noodles, me ponía a Julio Iglesias, y se esforzaba en presentarme al resto de los pesonajes que circulaban por allá, material suficiente para una buena novela de intriga. Claro, eso conlleva sus riesgos. Tras varios días controlando, unos soldados que venían de Chechenia lograron que, entre lonchas de chorizo y pepinillos, me pasara de los tres tragos de vodka (es cortesía aceptarlos), y practicaron conmigo el que parece el deporte nacional ruso: emborrachar al extranjero.