Irkustk
Llegué a Irkustk de noche, a pesar de que, como pone en mi billete, son las tres de la tarde»¦ en Moscú. Tras 84 horas en tren, a través de más de 5000 kilómetros, había entrado en Asia, y me encontraba en la capital de la mítica Siberia. Realmente me daba igual. Mi cabeza occidental llevaba ya un par de días soñando con una buena ducha y una cena sin el movimiento del tren. Lo del movimiento es relativo, pues pasa como con los barcos, aunque estés en tierra, te parece que sigues moviéndote. Incluso tenía un cierto «train-lag» pues tras unos días de horario desordenado, de repente le pones al cuerpo cinco horas más. En compensación la ducha fue antológica.
No me gusta llegar a oscuras a las ciudades, y menos a ésta, que casi no tiene farolas. Me recordó a San Petersburgo años atrás…, sin vida, a pesar de la gente que de vez en cuando aparece en la penumbra de las calles. Casi no hay letreros de tiendas o bares. Parece que el consumismo todavía no ha llegado, aunque en la plaza haya dos pantallas gigantes de vídeo, que la alumbran con los últimos vídeos musicales. La sorpresa me la llevé al ver que en uno de los pocos letreros de la calle Karl Marx se anunciaba la película «Mortadelo y Filemón» con las letras en ruso. Para que luego digan del cine español en crisis, exportando a Siberia»¦
El nombre de Siberia o de Irkustk me evoca la palabra exilio. Aquí terminaban los apestados por el régimen en una especie de muerte en vida. Todavía no hace frío, pero cambiar el confort de un palacio en San Petersburgo por el vacío total, separado por 6000 kilómetros de los de la época, era como para pensarse lo de ser revoltoso. Ni siquiera eso detuvo el ímpetu de un grupo de aristócratas que, en diciembre de 1825, quisieron pedir reformas en el anticuado régimen zarista; acabaron pasando el año nuevo de camino hacia el este. La historia da para una película de Hollywood, pues sus mujeres les acompañaron al exilio y, tras terminar sus trabajos forzados, lograron revitalizar la vida cultural de la ciudad; eso explica que se llegara a hablar del «París de Siberia». Hoy queda poco de ese esplendor del siglo XIX, si no es por las casas de los «Decembristas», y alguna antigua casa de madera con sus ventanas y aleros labrados caprichosamente, que se resisten a ser engullida por los monótonos bloques de viviendas soviéticas.
Remontando el río Angara con la Roketta llegas al lago Baikal, la mayor reserva de agua dulce del mundo. No debe ser fácil, pues el Angara desagua el aporte de los 333 ríos que desembocan en esta depresión de 600 kilómetros de longitud, rodeada de laderas casi verticales tapizadas de bosque. A pesar de que sólo tiene 60 kilómetros de ancho, sus 1700 metros de profundidad hacen que uno de cada cinco litros de agua potable esté aquí y que, incluso, puedas beberla directamente. Eso es debido a que hay unos microroganismos endémicos que depuran el agua, aunque hay quien prefiere decir que, como está tan fría, no hay quien viva en ella.
Pasé un par de días en Bolskie Koty, un pueblecito de 80 habitantes en la orilla del lago, que sólo es accesible en verano con la lancha. En invierno, sin embargo, se puede llegar conduciendo»¦ por encima del lago helado. Las temperaturas de hasta 40 bajo cero provocan que se forme una capa de hielo de más de 70 centímetros de grosor. Cuando no había railes alrededor del lago fue necesario usar rompehielos para cruzar con el Transiberiano.
En este lugar perdido está el laboratorio de investigación del Baikal, que dirige Stom, profesor de la universidad de Irkustk, que, además, alquila habitaciones para ayudar a pagar los gastos. Un personaje interesante; con su carácter nervioso y activo contrasta con la tranquilidad del lugar, anclado en el pasado, donde se sigue comiendo pescado ahumado como toda la vida.
Los ratos pasan con conversaciones de horas con Sarig, un israelita que lleva unos ocho años de viaje por el mundo, casi alma gemela, y con paseos sin rumbo en los que inevitablemente vuelves cargado de setas que crecen por todos los lados. Al subir a alguna cima, se empiezan a ver árboles con trapos atados a las ramas, simbología shamanica que nos indica que nos acercamos hacia territorio budista, y que nos alejamos de la zona de influencia de las religiones occidentales.