Moscú
A pesar del número de trenes nocturnos entre San Petersburgo y Moscú, debe ser que los grupos ocupan todas las camas y con tres días de antelación sólo pude conseguir un asiento. Así que llegué a la capital rusa lloviendo y medio dormido. A pesar de eso la ciudad se encarga enseguida de despertarte con su ritmo vibrante de capital del país más grande del mundo.
Había oído que Moscú había cambiado mucho, que se había convertido en una capital Europea a la occidental. Sólo una mirada a las galerías comeciales GUM, en plena plaza roja, lo corrobora. Puedes encontrar tiendas de cualquier firma internacional en un entorno casi glamuroso. Nada que ver con el estado en que los conocí en el 91, justo unos días después del putsch contra Gorbachov. Entonces el conjunto era más bien tenebroso y sólo había unas pocas tiendas abiertas. Recuerdo que compré una romana diminuta para pesar peces y, en la tienda de al lado, estuve tentado a llevarle a mi madre un abrigo de piel, de esos de pasarela, por cinco mil pesetas. Sólo el pensar en la cara que pondría el policía de fronteras si me abría la mochila, y lo veía junto con toda la parafernalia militar soviética que llevaba, incluida la casaca de marinero que había cambiado por mis vaqueros, al final me hizo desistir de la idea.
Eran otros tiempos. Las cosas van cambiando poco a poco. La guardia, que se hace en la tumba del soldado desconocido, se hacía entonces delante del mausoleo de Lenin. Impresionaba bajar por las escaleras a media luz, en medio de un silencio eterno, para ver algo que ninguna cámara había grabado. Quise repetir, pero esta vez no pude. Al mausoleo no se puede entrar con cámaras ni bolsas, así que cuando lo intenté me quedé en la puerta después de hacer la fila; la segunda vez, mi afición a apurar los tiempos me dio con la puera en las narices.
Junto con los rascacielos estalinistas que recortan el horizonte moscovita como cohetes a punto de despegar, el metro es otra de las cosas que no ha cambiado. Su frecuencia sigue siendo envidiable, alguna de sus estaciones podrían competir con palacios, y el precio puede que sea de los pocos que no han subido (7 rublos, es decir 35 ptas; bueno, 22 céntimos de euro). Así no es de extrañar que al año mueva 340 millones de pasajeros. Y es que todo es exagerado en esta ciudad de 9 millones de personas. Avenidas de 10 carriles, bloques gigantes de viviendas que ni la peor pesadilla de un portero podría imaginar, centros comerciales con piscina y pista de patinaje en hielo, hoteles como el Rossiya, con 3600 habitaciones, y una nueva clase de ricos que ostentan a años luz de la mayoría de los moscovitas.
El punto kilométrico 0, junto a la puerta de la asunción dela Plaza Roja, es un ejemplo de estas dos sociedades. Según dicen, para conseguir fortuna, debes lanzar una moneda al aire por la espalda. Los que lanzan la moneda e inmortalizan el momento con una foto, podrán ver, al revelarla, que quizás no llegó ni a tocar el suelo. No sé si eso anula la buena suerte, pero allí hay un grupo de señoras con pañuelo esperando a recoger la moneda que cae, por riguroso orden (incluso hay quien dice que pagando a algún mafiosete de turno).
A pesar de las dificultades para llegar a fin de mes, una de las cosas que no vi en el año 91 y que no dejan de llamar la atención es el consumo de cerveza en lugares públicos. Casi todo el mundo va con su «piva» (cerveza) en la mano en el bus, charlando con amigos en el metro, o en un banco del parque.
Estos días han sido grises, así que me especialicé en conocer a fondo el metro, un buen recurso para días de lluvia, fuera de las horas punta. Mis estaciones favoritas son Komsomolskaya y P. Revolucion. Además es un buen ejercicio para practicar la lectura de caracteres cirílicos, una necesidad para mi próxima etapa, el transiberiano. Cuatro días en un tren sin hablar ruso.