Kirkenes, auroras y refugiados sirios
Hay un montón de publicaciones con consejos de cuáles son las mejores fechas y lugares para ver las auroras boreales. Para los que no podemos coger un avión a tierras polares de un día para otro cuando hay aviso de tormenta solar, en realidad, es una cuestión de suerte. Yo sigo probando en distintos lugares, y de paso voy conociendo el norte europeo. Esta vez tocaba tirar dados en Kirkenes y Cabo Norte, los puntos más al norte de la comunidad europea.
Es cierto que la suerte es un factor importante para ver auroras. Tienen que darse dos condiciones fundamentales: que el cielo esté despejado y que haya actividad solar. Lo primero es una lotería. Los amigos de listas y rankings dicen que Abisko, en la Laponia sueca, es uno de los mejores sitios para tener cielos claros. Parece ser que hay un microclima especial y suele estar despejado a pesar de que en los alrededores haya nubes. Ni lo niego ni lo afirmo, pero ahí tuve la suerte de ver mi primera aurora, en un día que estaba muy nublado al llegar al aeropuerto de Kiruna.
Respecto al sol, verdadero protagonista causante de las auroras, éste va cambiando su actividad en ciclos de 11 años. Los periodos de máxima actividad en los ciclos solares suelen ofrecer más manchas solares, que incrementan la posibilidad e intensidad de las auroras boreales. Hay quien dice también que en las fechas próximas al equinoccio estadísticamente aumenta la actividad media. Ahora andamos en un raro ciclo 24 con un máximo más largo de lo normal, pero con menos actividad de la esperada. Ante la expectativa de un máximo que se acaba pero espoleado por la cercanía al equinoccio, preparé un viaje al cabo Norte en elpuente del Pilar para intentar tentar a la suerte.
Es importante incluir en el viaje otras “pequeñas recompensas” que justifiquen el gasto y el desplazamiento, no vaya a ser que al final las auroras no aparezcan. Para muchos la sola visión de paisajes nevados sin alterar es suficiente. Los amantes de la adrenalina suelen atreverse con motos de nieve o trineos de perros. En mi caso la meta era llegar al cabo Norte y navegar por los fiordos más septentrionales del continente. Y el puerto de embarque tenía que ser Kírkenes, un lugar del que nunca había oído hablar.
Al descender para aterrizar en Kirkenes el paisaje es muy extraño. Cientos de pequeños lagos en lomas peladas, en las que la nieve dibuja formas a las que los habitantes de zonas no polares no estamos habituados. A pesar de estar al nivel del mar, por latitud estamos en lo que parece un paisaje de alta montaña. En el trayecto al alojamiento, empecé a conocer la historia de este rincón de Europa por boca de Joruun, nuestro anfitrión.
En la ocupación nazi de Noruega, los alemanes destacaron 100.000 soldados en la zona para proteger las estratégicas minas de hierro que todavía siguen en uso. De ellas dependía el blindaje de sus tanques. Los aliados lo sabían y por eso Kirkenes fue una de las zonas más bombardeadas durante la segunda guerra mundial, con más de 300 ataques, sólo superada por Malta.
También fue el primer lugar de Europa liberado de los nazis por los rusos, en octubre de 1944. Al retirarse, arrasaron la ciudad y sólo dejaron 5 edificios con tejado. Por si fuera poco, a los supervivientes aún les quedaba otra pesadilla que vivir: pasar el frío invierno sin provisiones. Joruun nos contaba que los buceadores bajaban a los barcos alemanes hundidos a sacar lo que pudiera ser útil. Los sacos de harina tenían una capa de 5 centímetros dañados por el agua gélida del fiordo, pero el resto se podía a provechar. Todavía hoy se pueden ver restos de los refugios y bunkers de hormigón al pasear por la ciudad.
Para poder disfrutar de las auroras es bueno alejarse de la ciudad y su contaminación lumínica, así que fuimos a parar a un antiguo sanatorio de tuberculosos, a apenas 500 metros de la frontera entre Rusia y Noruega. Las instrucciones al llegar fueron claras. Podéis dar un paseo y disfrutar del paisaje, pero mucho cuidado con pasar la frontera, porque los rusos no se andan con bromas, aunque algunas de las torres de vigilancia tengan muñecos en vez de vigías de carne y hueso. Si te pillan en el otro lado, la multa económica sería el menor de tus problemas.
Si el paisaje al aterrizar es raro, la historia de esta frontera también es peculiar. El río Pasvikelva debía marcar el límite entre Rusia y Noruega, pero la iglesia de Boris y Gleb, a la que los rusos tienen mucha devoción, quedaba en el lado noruego. El problema se solucionó cediendo la iglesia y sus alrededores a los rusos a cambio de llevar la frontera al río Jakobselva, unos 30 km al este. Cuando los locales cuentan la historia, esbozan una sonrisa muy socarrona, ya que por un trocito “sagrado” de tierra se llevaron casi 1000 km2 y la posibilidad de pescar en el Jakobselva, uno de los mejores ríos salmoneros del mundo. Por desgracia sólo los Noruegos de la zona tienen permitido pescarlos al tratarse de una zona “sensible”.
En Kirkenes termina la ruta E6 que atraviesa toda la península escandinava y que se prolongaba hasta Roma en el pasado. En plena crisis de refugiados en el sur de Europa, esta extraña y alejada frontera, casi olvidada para el mundo, está siendo noticia de actualidad y el tranquilo pueblo de Kirkenes aparece en los telediarios del país. Los locales cuentan sorprendidos cómo cada día llegan grupos de sirios en bicicleta a pedir asilo político. Tras cruzar a Rusia desde su país, vuelan hasta Murmansk, desde donde un taxi los acerca a la frontera. Son 220 kilómetros y pagan unos 500 euros por persona, pero al llegar a la barrera noruega, ya están en la anhelada tierra de asilo.
Lo curioso del caso, pues en estos lares nada parece que pueda ser normal, es que a esta frontera no se puede acercar nadie andando, por lo que compran bicicletas que abandonan nada más llegar a Noruega y que se apilan por cientos en una imagen sorprendente. Algunas todavía tienen las barras protegidas con plásticos, o se ven los ruedines de los que son demasiado pequeños y necesitan ir a cuatro ruedas. Verlas apelotonadas en containers es la imagen surrealista del final de un largo camino que acaba en el segundo paso fronterizo más septentrional del mundo.
Unas tiendas de plástico naranja acogen a las familias mientras esperan el traslado a Oslo. Se oyen risas de niños corriendo vestidos con ropas que no parecen suyas. Qué sensación más extraña, pero a la vez es especial, única. Vine a Kirkenes a ver auroras y embarcarme en el ferry que me llevara a cabo Norte, pero lo que me queda es lo inesperado. Su historia y la de los refugiados sirios.