Actividades para esperar la aurora
Un viaje a las latitudes polares ofrece una diversidad de entretenimientos exóticos y diferentes que pueden ayudar a sobrellevar las horas diurnas de espera para ver las auroras boreales. Aquí no hay margen de incertidumbre. Pagas y lo disfrutas, pero tienes que estar dispuesto a dejarte 100 euros mínimo por cada actividad.
Si el vuelo hace escala en Estocolmo, no hay que dejar pasar la oportunidad de darse un paseo por la parte histórica, y sorprenderse con la visión de los barcos atrapados en los canales congelados. A juzgar por las marcas, la gente patina por ellos, pero para los que somos del sur el respeto por lo desconocido te retrae, no vaya a ser que sea el día que se empiece a partir el hielo y la liemos.
Una opción mucho menos fría es darse una vuelta por las estaciones del metro. Las escaleras modernas se abren paso entre la roca viva en una combinación curiosa, y la decoración elegida para cada estación las convierten en reclamos turísticos. Las hay que parecen mazmorras rojas con columnas gigantes, como la de Radhuset. Otras están decoradas con motivos más surrealistas, como la de Kungstradgarden, pero en la mayoría ves a los pasajeros sacando fotos, pues no te dejan indiferente.
Cuando estaba esperando el despegue en el aeropuerto de Copenhague, algo que me pareció un pequeño robot me asustó desde el otro lado de la ventanilla. Era la manguera con la que rociaban de anticongelante el ala del avión para poder despegar, una parte de la rutina de los aeropuertos en esas fechas, igual que la de echar combustible. Y en unos pocos minutos la vista desde el aire mostró la dimensión infinita del manto blanco que cubre el país. Todo está blanco, y sólo los árboles desnudos de hojas dejan unas manchas grises para alterar la monotonía.
Al atravesar las nubes para llegar a Kiruna volvía a ver el mismo blanco que había dejado mil y pico kilómetros al sur. Ni siquiera la pista de aterrizaje se libraba. El termómetro marcaba – 12 ºC y ya estábamos casi 150 kilómetros al norte del círculo polar. Nevaba levemente, así que ya que no podía ver auroras, me deleité con un concierto de piano en la iglesia de Kiruna, construida en madera y una de las mayores del país. La ciudad, de apenas cien años, creció al ritmo de la mina de hierro que llegó a blindar los tanques nazis de la segunda guerra mundial. Ahora sus suertes siguen ligadas, y dado que la profundidad de la mina ya rebasa los 1600 metros, el subsuelo de la ciudad está cediendo y Kiruna va a tener que ser trasladada a una zona más segura.
Imagino que el paisaje en verano será verde y colorido, pero ahora en invierno el único color lo pone la pintura de las casas, que sostienen un metro de nieve en el tejado. El aspecto es bucólico y, por las noches, con las luces encendidas junto a las ventanas, se vuelve entrañable. La gente se desplaza con una especie de trineo-andador para evitar las caídas, y para dejarse llevar en las cuestas abajo.
Iglesia de madera de Kiruna
Una de las actividades más populares es la visita al hotel de hielo de Jukkasjärvi. Cada año en el mes de octubre empieza la construcción de un nuevo hotel de hielo que estará en pié hasta que a finales de abril comience a fundirse. El más reciclable de los materiales se cosecha en el mes de marzo del lago cercano, y los bloques de hielo de más de una tonelada se guardan en naves frigoríficas para la temporada siguiente. La razón es que en octubre el grosor del hielo del lago es mucho más fino.
La estructura principal se hace con “snice”, una mezcla de hielo y nieve que produce un juego de palabras en inglés (traducible como “es bonito”) y que al compactarse forma un material resistente y aislante que garantiza una temperatura estable de – 5 ºC en el interior. Un equipo de artistas venido de todos los rincones del globo se encarga de la decoración de las habitaciones, cada una con un tema, y diferentes todos los años. Los que quieran disfrutar de la experiencia lo pueden solucionar a partir de los 300 euros. El resto nos conformamos con dar una vuelta por las instalaciones a modo de museo. Por supuesto también hay un bar que sirve las bebidas en vasos tallados en hielo, y que curiosamente no se derriten al contacto con los guantes. Hasta las esculturas están secas, como si el hielo fuera un material de cristal de roca.
En el trayecto de vuelta para coger el tren, el taxista volaba por la carretera helada. El contador marcaba 110 km/h. Menos mal que había elegido el tren para ir hasta Abisko, que si no hubiera sido un sufrimiento para el corazón. El recorrido en tren es en si mismo una atracción turística, trascurriendo junto al río Torne, completamente helado, transformándose en lago en unas zonas, para estrecharse y rodearse con montañas unos kilómetros más adelante. En Abisko se puede esquiar o hacer recorridos por el parque natural. Y por la noche, disfrutar con las auroras.
Pero para recorrer el paisaje nevado, nada mejor que montar en trineo de perros, o para los más modernos, acelerar una moto de nieve. En Kiruna existe la posibilidad de hacer un combinado de los dos y así matar ambos gusanillos. Tuvimos la suerte de que el día acompañó, y el cielo azul era el contrapunto ideal al manto blanco. Comenzamos por las motos, perdiendo poco a poco el miedo y apretando cada vez más el acelerador, dejando nuestra marca en el paisaje inmaculado. Cuando cambiamos a los trineos, el sol de la tarde alargaba las sombras de los perros, y el ruido de la nieve al ser aplastada ponía el sonido al frío. Qué sensación de paz.
Era la guinda a un viaje casi perfecto. Sólo le faltaba la degustación gastronómica, y para eso nada mejor que la cocina de Camp Ripan, donde tuvimos nuestra segunda noche de auroras. Es el lugar ideal para degustar la carne de reno, una de las especialidades locales, servida con un toque moderno entre cubos de vegetales y champiñones. De entrante no puede faltar el caviar Kalix, acompañado de trucha ártica curada. Es uno de los platos fijos en el menú de las cenas de entrega de los premios Nobel. Y de postre, a pesar de las temperaturas exteriores, el helado de almendra tostada con arándanos secos y moras árticas, de un curioso color naranja. Qué mejor forma de cerrar este viaje a los confines del norte de Europa para disfrutar de las auroras boreales.