Reencuentro con Camboya
La llanura camboyana, de un verde intenso, seguía perdiéndose en el horizonte, remarcada por unas nubes negras que hacían aún más intensos los colores a la puesta del sol. Seguía igual y no parecía que hubieran pasado ocho años. Lo que sí había cambiado era la carretera. Los baches habían desaparecido y el taxi apenas tardó dos horas entre la frontera tailandesa y Siem Reap.
Bayon
No quedó otra opción que el taxi para salir del atolladero. Habíamos sorteado el timo del visado, en el que los del “consulado camboyano” falso de la frontera tailandesa intentan sacarte el doble de los 20 dólares que cuesta, pero no habíamos contado con acabar medio secuestrados. Al pasar el control de pasaportes ofrecían un autobús gratuito que te llevaba a la estación de buses de Poipet, para desde allí coger el transporte a tu destino. Error fatal. Una vez que sales de la ciudad, acabas en una estación de autobuses fantasma en medio de la nada, a la que sólo llegan los turistas, y en la que las opciones de transporte son muy limitadas y de precio desorbitado.
La opción del autobús quedaba descartada. Recordé del viaje anterior cómo retrasaban la llegada con las excusas más tontas hasta que se hacía de noche para que acabaras en el hotel que ellos te llevaban (como efectivamente sucedió con los que esperaron a que saliera). Los taxis pedían unas tarifas “oficiales” ridículamente elevadas, pero no había otra alternativa. Estábamos a kilómetros del pueblo, y todos estaban compinchados. En uno de los diez países más corruptos del planeta todo el que puede intenta llevarse tajada. Tocaba salir en taxi al primer pueblo, y desde allí intentaríamos buscarnos la vida. No hizo falta. Una vez que el taxista salió de la “estación” (y quitó las pegatinas de las puertas) pudimos negociar un precio razonable para llegar hasta Siem Reap. Él mismo se quejaba de la mafia montada y de lo poco que le pagaban a él de la “tarifa oficial”, poco más de la mitad de lo cobrado.
Volvía a Siem Reap y me impresionó cómo había cambiado. El panorama de hoteles y restaurantes había subido de prestaciones, y se podían obtener servicios de calidad por unos precios ridículos. Es la nueva meca del sudeste asiático, con todo lo que el viajero necesita. Hoteles con encanto, wifi gratuito por todos lados, comida de calidad, mercadillos nocturnos para acabar con los ahorros… hasta masaje de pies con pececillos que te limpian la piel muerta. Todo al calor de los templos de Angkor.
Relieve de Angkor Wat
Inevitablemente me preguntaba cómo me sentiría volviendo a un sitio que me gustó tanto. ¿Debería quedarme con los gratos recuerdos de la primera vez, o volver a entrar a las ruinas y exponerme a una decepción? Un par de años atrás había visitado la tumba de Henri Mouhot en Laos, lugar donde murió presa de unas repentinas fiebres meses después de descubrir las ruinas y pasar a engrosar la leyenda de descubridores muertos en extrañas circunstancias. Su recuerdo me decidió a volver a entrar. Me intrigaba ver cómo habría cambiado el panorama, y pronto tuve la respuesta. Tal y como hice años atrás, fui a sacar las entradas para visitar los templos a las cinco de la tarde y así aprovechar la puesta de sol por el mismo precio. Lo que en tiempos fueron unas decenas de personas se había convertido en más de doscientas haciendo fila ordenadamente. Lo que no recordaba eran las pintas de los vigilantes con gorro de lana y guantes para sobrellevar el “frío” de su invierno, que para nosotros es un agradable fresco que compensa el calor del día.
Angkor Wat
Las ruinas aguantan con dignidad las oleadas de grupos de turistas. A las 9 de la mañana los rusos o chinos ya llevan las dos manos ocupadas con recuerdos que te venden los niños. Los templos más visitados tienen recorridos marcados con flechas, y en los puntos más fotografiados han acabado poniendo tarimas de madera y cuerdas para delimitar la parte visitable, y que la gente haga cola para llevarse su foto de recuerdo. Más que el templo de la jungla, Ta Phrom parece un parque temático. Todos intentan sacar tajada del maná del turismo. Los chiringuitos que venden comida tienen dos cartas con precios diferentes. De entrada te sacan la cara, y sólo cuando protestas te sacan la otra, con precios razonables. Aun con todo hice de Cicerón y llevé a Adriana a los sitios que más me gustaron, y me siguió quedando la sensación de que son unas ruinas impresionantes, que merece la pena revisitar.
Ta Som, Angkor
Con la mejora de las carreteras es más rápido ir a Battambang en autobús, pero el viaje en barca a través del lago Tonle Seap es una experiencia impactante que quería revivir. Sorprende ver cómo la raza humana es capaz de adaptarse a la vida acuática. Los niños aprenden a mantenerse sobre la barca antes que a andar, y la manejan con destreza antes de que los de su edad que viven en tierra firme sepan ir en bici. Si quieren ir a cualquier lado no queda otra que remar. En las 7 horas que dura el trayecto, el barco hace de autobús entre casas flotantes sobre bambú, o barcas convertidas en casas. Los corrales de gallinas o cerdos son también flotantes, y lo mismo las tiendas o el pequeño restaurante donde se descansa a mitad de camino. Sólo eché en falta respecto al otro viaje las redes chinas, de las que sólo quedan los palos, pero ya no se ve que estén en uso. Sin embargo el río que llega a Batambang sigue lleno de redes con flotadores de botellas de plástico, creando un bonito laberinto para el avance del barco.
Tienda en el lago Tonle Seap
Del pasado colonial francés de la ciudad quedan apenas unos pocos edificios, pero una gran aportación: la barra de pan. Desayunar huevos fritos con pan, ¡pan! fue una delicia a estas alturas del viaje. Pero el idioma de Sarcozy no bastó para entenderme con el peluquero. Lo vi trabajar con el cliente anterior y le hizo un buen trabajo. Al terminar de cortarle el pelo sacó uno instrumental extraño y le quitó la cera de los oídos y los pelillos que afean las orejas. “He encontrado un profesional de los de antes”, pensé. Con lo que no que no contaba es que no se les puede sacar de lo que saben hacer. La innovación (cortarme el pelo al 1 con la máquina que resultó no tener peines reguladores) acabó convertida en un rapado al cero como única forma de solucionar los trasquilones.
Ranas y otras delicatessen, Camboya
Con la llegada del turismo los conductores de los motocarros han organizado un circuito “oficial” de las cosas a ver y hacer en los alrededores, que incluyen las cuevas de Phnom Sampeon, con curiosas pagodas y vistas espectaculares de la llanura circundante, y el paseo en el tren de bambú. Había leído que Camboya tenía vías férreas pero no tren, así que el ingenio local diseñó el nori, una plataforma de bambú, accionada por un pequeño motor, que les permitía moverse por la vía férrea y en caso de encontrarse con otra, sacar una de la vía para dejar paso a la otra. Cuando llegamos al punto de embarque, ilusionados con viajar entre pollos y sacos, nos encontramos con un montón de plataformas a la espera de turistas a los que dar una vuelta. De locales nada de nada. Parecía una atracción de parque temático.
Tren de bambú
El jefecillo de los cazaturistas se sorprendió de que no quisiéramos montar. Al poco llegaron una pareja de motoristas y les pasó lo mismo que a nosotros. Les pareció un circo. Salieron de Letonia hace tres meses y estaban entrando en la fase de falta de ilusión por viajar. Aunque parezca que estar de viaje es como estar de vacaciones, hay diferencias. Llega un momento en el que uno se cansa de hacer lo mismo todos los días, del oficio del turista: ver lo que haya que ver, buscar transporte al siguiente destino, buscar hotel… Si se pierde la ilusión, puede convertirse en una rutina. De momento no estoy en ese punto, y sigo disfrutando de las pequeñas cosas, alucinando de ver cómo en Camboya, en una motocicleta se puede transportar cualquier cosa, hasta una bicicleta con su ciclista.
Pescando en el río de Battanbang
Batambang es el opuesto a la animación nocturna de Siem Reap. Sólo una boda, celebrada en una calle cortada al tráfico, rompía el silencio de la noche con las canciones que los invitados cantaban desafinando sin ninguna vergüenza. El espectáculo entretenía a un buen número de espectadores que se habían congregado a ver los vestidos y peinados imposibles. Fuera de allí las calles eran oscuras, sin farolas que funcionaran, lo que hacía que la ciudad durmiera pronto. El contrapunto de luz lo pone Kike Figaredo y los programas que dirige, y que con tanta pasión nos mostró Lucía. Al visitar el Centro Arrupe es difícil que uno no salga con el corazón tocado. Los programas más conocidos, pero que son sólo la punta del iceberg, son los que tienen con personas amputadas por minas, herencia del duro pasado reciente que todavía lastra al país. Las sillas de ruedas fabricadas con partes de bicicletas han devuelto la movilidad, y con ella parte de la ilusión por la vida, a muchos camboyanos afectados de polio tras años de ausencia de vacunación por la guerra, o abandonados a su suerte si tuvieron la fortuna de quedar sólo amputados tras pisar el fatídico artefacto, que cada semana causa nuevas víctimas.
Pagodas cerca de Battanbang
Tras los años sin sentido de los Jemeres Rojos y la guerra posterior, ahora los camboyanos afrontan su futuro con un gobierno corrupto que mira poco por sus ciudadanos. Cuando fui al banco a buscar los dólares para llevar a Myanmar, una gigantesca televisión plana retransmitía el juicio a Muon Chea, ideólogo y número dos de los Jemeres Rojos, que a sus 85 años parecía un inocente anciano. Los que esperaban en las largas filas parecían indiferentes a lo que sucedía en la pantalla, más preocupados por conseguir superar las dificultades de su día a día, que de creer en la justicia que tanto tiempo parece haberse olvidado del país.
Terraza del rey leproso, Angkor Thon