Comienza el regreso: Manila y China
El curso terminó, con fiesta de graduación incluida, y tocó despedirse del paraíso tropical y volverse a poner en marcha. Llegaba el momento de volver a coger un avión para llegar al Asia continental y cerrar así el paréntesis abierto unos meses atrás en la ruta terrestre. Momentos tristes de despedidas, pero también de nuevos retos a los que enfrentarse cada día. Pero había una cosa no se me quitaba de la cabeza: empezaba el regreso y mentalmente es una sensación distinta. Quedan por delante países interesantes, como Japón, pero ya hay un horizonte en la lejanía: España.
La preparación de la vuelta desde la incomunicación de Chuuk no fue fácil y me supuso algún sofocón que otro, amén de un diálogo de amor-odio con el único ordenador conectado a Internet que funcionaba de una forma completamente aleatoria. Al final, decidí salir vía Manila y aproveché para pasar un par de días en el que fue el centro de gobierno de los territorios españoles del Pacífico. Pasaba de estar en una isla perdida en el Pacífico a visitar la capital, y me preguntaba cuántos isleños visitarían Manila en tiempos de la colonia, y qué sentirían al ver las construcciones majestuosas en piedra.
Pero ni encontré la respuesta a mi pregunta ni pude admirar las casas coloniales. Los norteamericanos destruyeron toda la ciudad antigua en los bombardeos de la batalla de Manila, salvo el sorprendentemente intacto Convento de San Agustín. Hay quien le quita carácter milagroso al hecho y achaca su supervivencia a la necesidad de un punto de referencia entre tanta ruina para los artilleros aliados. Algunas casas han sido reconstruidas y te permiten hacerte una idea de lo que pudo ser una ciudad tan espléndida como lo fue La Habana.
Sólo las murallas quedaron más o menos intactas y todavía hoy encierran la parte llamada intramuros, que está rodeada por el verde relajante de un campo de golf. Al ir a entrar por las puertas, los carteles avisan que no te pares allí por el peligro de que te caiga alguna bola despistada.
Los monumentos quizás ya no estén, pero todavía se puede percibir el legado español. El idioma es un ejemplo. En cualquier conversación puedes sorprenderte al entender palabras sueltas, e incluso los números son como en castellano. Pero la curiosidad se convierte en lo mejor del día cuando abres un menú en el restaurante y no sólo reconoces lo que sirven, si no que los nombres te estimulan los jugos gástricos de una vez. Mis ojos no daban crédito: calamares a la romana, olivas, champiñones al ajillo»¦ Mi estómago corroboró con alegría lo que el menú decía, tras tantos meses a base de arroz. Y si tienes la suerte de que te lleven a comer al Casino Español, es como haber vuelto a España y estar en cualquier restaurante de provincias de hace cuarenta años. Hasta tienen Fundador para acompañar el café. Lástima que fuera tan corto.
De Manila volvía a coger el avión para regresar a Pekín, al que había llegado por tierra desde España. Se cerraba así la aventura de Micronesia para retomar el viaje por tierra. Volvía al país de los eternos fumadores, de las dificultades de comunicación y del comunismo capitalizado. Volvía al albergue en los hutones que se resisten al avance de los bloques de apartamentos nuevos, aunque los que el año pasado todavía estaban cubiertos por lonas verdes, ahora se iluminaban por las noches con sus inquilinos. Y volvía a bailar salsa tras tantos meses. Pero hasta el mundo salsero estaba con mejoras. Donde antes había música de discos, ahora había una banda de diez músicos cubanos, y nuevos locales latinos habían abierto en estos meses. Todo avanza en esta increíble ciudad.
Más fácil de lo que pensaba, conseguí billete de tren nocturno para ir a Qingdao, en la costa Pacífica. Volvía a ponerme en marcha otra vez y me parecía que no me había parado, y que fue ayer cuando estaba también cenando noodles instantáneos mirando por la ventana del tren. Volvía a practicar las dos frases de chino con mis compañeros de vagón, antes de que la azafata nos indicara con una sonrisa de mando que era hora de ir a dormir. Las luces se apagaron, y sólo entonces me di cuenta realmente de que volvía a estar en ruta.
Qingdao es un destino de playa popular para el turismo interno. Miles de chinos llenaban la playa en marea baja en busca de conchas a pesar del día nublado, corriendo cuando alguna ola llegaba con más fuerza de la habitual. Los puestos para los turistas incluían comidas de olores irrespirables e innumerables conchas tropicales, de esas que intuyes que te quitarían en la frontera. Pero la ciudad cuenta con otros interesantes atractivos.
Durante principios del siglo pasado estuvo bajo gobierno alemán, y todavía hoy quedan numerosos edificios de estilo europeo dando un aire único a la ciudad. Las calles no tienen ese aire de ciudad postiza e impersonal que te encuentras en la mayor parte del país. Incluso los horribles edificios de baldosa blanca que pueblan barrios enteros en toda China, aquí tienen un aire parisino, con curiosas ventanas en el tejado, como contagiados del legado alemán. Pero quizás el ser diferente haya que achacárselo a los productos de la fábrica de cerveza Tsing Dao que fundaron los alemanes y que se ha convertido en una de las más populares del país.
En sus lujosas villas-palacio se escribió parte de la historia del país, ya sea de la mano de Deng Xao o de Mao, que fueron algunos de los ilustres visitantes que veranearon en ellas y cuyos aposentos se conservan intactos desde el día que los dejaron. Espero que al menos lavaran las sábanas. Al visitar sus salones y jardines te cuesta creer que estés en China. Sólo las dificultades al intentar sacar los billetes para el ferry a Corea me devuelven a la dura realidad de viajar por tu cuenta en China. Casi me quedo en tierra, tan simpáticos los chinos.