Corea
Sabía muy poco de Corea. Iba a ser nada más que un tránsito entre China y Japón en mi ruta sin aviones y no esperaba nada especial. Pero quizás por eso me sorprendió y me detuve un poco, siempre menos de lo deseado, en un país que anuncia con música clásica la próxima estación del metro, y rescata sus ruinas reinventando fotogénicas atracciones turísticas.
El ferry a Inchon, el puerto de Seúl, parecía un crucero trasatlántico. Mi camarote me servía de introducción a Corea. Camas en el suelo, ventanas de papel de arroz y sillas sin patas, que convertían el placer de comer en la tortura de los que no tenemos flexibilidad. De no ser por la edad, uno pensaría que el resto del pasaje eran escolares de excursión, todos con la misma mochila voluminosa a la espalda. Pero la talla y las maniobras con los agentes de aduanas indicaban que estaban de «negocios».
Con una hora de metro te plantas en el centro de Seúl, pero te parece estar en el Museo del Prado, lleno de cámaras colgando al cuello de caras con ojos rasgados. La gente se acercaba por si necesitaba ayuda para orientarme, e incluso se desviaban para acompañarme en la dirección correcta, antes de excusarse por tener que dejarme una vez que había vuelto a encontrar mi camino. Pero no hay tanta suerte con el alojamiento: está todo lleno, así que tengo que acabar durmiendo en un motel de alquiler por horas, pero que me deja un buen precio por día. La habitación es básicamente una cama de matrimonio encajada entre las paredes junto a una nevera, una tele con pelis de adultos, un secador y laca para que parezca que no ha pasado nada. La mochila tenía que estar en el baño, que era el único espacio disponible para moverse. Al menos no tenía colores rojos ni espejos, ni vecinos temporales ruidosos, y se podía descansar.
Seúl está lleno de palacios y jardines para visitar, envueltos con el fondo de modernos rascacielos o montañas cubiertas de verde. Soldados en coloridos uniformes hacen guardia ante las puertas, y cada cierto tiempo montan la parafernalia del cambio de guardia, que debería estar patrocinado por alguna marca de carretes de fotos. Es bonito, pintoresco, pero todavía huele a pintura. Las distintas guerras castigaron los palacios que han tenido que ser reconstruidos en el siglo XX, con mucho gusto, eso sí, pero a mí me producían una sensación de Disneylandia, poniendo incluso maniquíes vestidos de época para ayudar a imaginar. Un ejemplo de este afán es Suwon, no lejos de Seúl, que tiene una impresionante muralla rodeando el centro, pero que está reconstruida en el 95% de su extensión. No obstante, «chapeau» por saber crear una industria turística boyante de lo que eran sólo ruinas.
El ochenta por ciento de la población de Corea del Sur vive en ciudades, y las cifras van en aumento. La forma de evitar que esa cultura rural se pierda es crear otro tipo de parque temático: los «poblados etnológicos». Los hay por doquier, y muestran casas de distintas partes del país, con gente vestida a la antigua usanza haciendo las labores del día a día como si vivieran allí. El conjunto es como un pequeño pueblito por el que puedes pasear y meterte hasta la cocina, con sus campos de cereal cultivados, sus molinos, sus vacas, y el canto de los gallos de fondo.
Las filas de escolares con el gorro del mismo color te persiguen, eso sí, y los adolescentes se pasan el día en la zona con atracciones de feria, como cualquier parque temático de la costa. Pero también hay actuaciones de baile folclórico, acrobacias tradicionales, e incluso representación de una boda, con palanquín incluido, para delicia de los adultos. La comida también es casera y el kimchi parece que es el que hace la abuela. Son realmente museos vivientes. Para los puristas, hay alguno de estos poblados que fue realmente un poblado, y las casas son las que habitaban -y todavía habitan- las gentes del lugar.
Como podréis imaginar, me las ingenié para bailar salsa en Seúl, aunque no me convenció. En un mundo donde debería dominar el sentimiento, se veía sólo el espíritu coreano de hacer las cosas perfectas. La gente bailaba mirándose al espejo en vez de dejarse llevar por la música, queriendo hacer los pasos complicados que aprendieron en el último congreso. Volver en el taxi al motel fue más enriquecedor; en vez de dar la dirección, tienes que dar el teléfono de tu destino, y entonces aparece localizada la calle donde debe dirigirse, indicando el camino más corto de acuerdo con el tráfico y mostrando la posición por GPS. Y es que Corea es uno de los países donde más uso de nuevas tecnologías se ve en la calle. ¡Parece que regalen los móviles!
Para llegar a Gyeongju tuve que coger dos trenes. El primero fue el KTX, el tren bala coreano que llevaba apenas un mes de uso y que se pone en los 300 Km/h sin pestañear. Luego tuve que dejar ese avión sin alas, en el que ni siquiera se oye el traqueteo de las vías, para montarme en un tren local. En el mismo periodo de viaje recorrí la quinta parte de distancia y llegué a la antigua capital del Reino de Silla. El encantador señor de la oficina de turismo de la estación en Seúl había llamado con su celular a un hostal y allí me estaba esperando Choo para llevarme en su coche.
Sa Rang Chae es una antigua casa coreana convertida en albergue familiar. Se duerme en las típicas habitaciones espartanas multiusos, pero que se convierten en alcobas con un camastro enrollable que se extiende sobre el suelo de ondol, calentado por aire caliente. Si fuera poca la magia del sitio, la hospitalidad de Choo me sorprendió invitándome a cenar con sus amigos la última noche. Me sentía como en casa.
Los alrededores de Gyeongju son de una belleza natural increíble. Hay infinidad de paseos para perderte, y cantidad de budas y templos. En otoño, cuando las hojas dejen de fabricar clorofila, no creo que sea apto para románticos sin pareja. El más famoso de los templos es Bulguksa, y ciertamente las escalinatas lo hacen especial, reconstrucciones aparte, junto a las salas repletas de faroles de papel de colores. Y para los amantes de la arqueología, aquí hay una curiosidad que no deben perderse: las colinas que salpican la ciudad son túmulos funerarios de los Reyes de Silla, de alrededor del siglo V, con tesoros de oro y jade e incluso vasos romanos; curioso contrapunto a las pirámides de Egipto o Meso América para empezar el viaje al más allá.
Y yo tenía que continuar mi viaje, así que fui a Busán con intención de coger el ferry a Hiroshima. Ingenuo de mí: sale cada dos días y como era de esperar, ese era el día que no le tocaba. Tuve que cambiar planes y poner rumbo a Shimonoseki junto a otra trouppe de pequeños contrabandistas, esta vez con maletas de ruedas en vez de pesadas mochilas. Ya lo he dicho antes: en Corea usan la tecnología.