Vietnam. El sur
Hoi An era un próspero puerto comercial hasta que en el siglo XIX la navegabilidad del río Thu Bon cambió. Gracias a ese capricho de la naturaleza, el tráfico marítimo se trasladó a Danang, más al norte, dejando intacto el encanto del antiguo Faifo (como también se le conocía).
Al pasear por el puente cubierto parece que viajes en el tiempo, paseando por calles que están igual que hace dos siglos. Los pescadores del puerto utilizan un curioso sistema de pesca. En vez de anzuelo, tienen un frasco de cristal con leche en polvo en el fondo. Cuando el pez entra, levantan y ya está, sin quejas de la protectora de animales por maltratar el morro de los peces. Y funciona.
Las casas centenarias ahora son tiendas o restaurantes para los turistas. Además de los coloridos faroles, los sastres son «el negocio». Carteles con experiencias personales de viajeros en todos los idiomas, recomiendan cada una de las 80 sastrerías. Cualquier turista que veas lleva una bolsa con ropa hecha a medida, camino de la oficina de correo para mandarla a casa. En 24 horas te hacen un traje. Otra cosa será en cuanto se te deshace, porque entonces no estás allí para escribir un cartelito para no-recomendar ese sastre. Curiosamente, los pantalones, que me han acompañado en tantas aventuras, dijeron con unos rotos en la pernera que de aquí no pasaban. Así que encargué unos iguales, y de momento sólo tienen un pequeño descosido.
Viajar por los sitios turísticos en Vietnam es muy fácil. Hay un servicio de autobuses muy cómodo y barato que te los recorre en dirección norte o sur. Te recogen en el hotel y, al llegar al destino, te dejan en el hotel que tu elijas, o te pasean por varios hasta que uno te gusta. Fácil, ¿no?. Así que el que no se anime a viajar por Vietnam es porque no quiere. Además, aunque vayas sólo, te vas encontrando a la misma gente en varios puntos y al final ya te saludas como si te conocieras de toda la vida. Esperando en el hotel para ir a Nha Trang me cuestioné la esencia del mochilero. Había estado en un hotel con piscina, y en vez de pegarme la pateada para ir a coger un bus sin asiento numerado, esperaba tranquilamente que me viniera a buscar el bus con aire acondicionado. Es decir, como me lo puedo pagar, dado el nivel de vida de aquí, pues me dejo llevar. Ni me preocupo de cuánto costaría hecho «por mi cuenta». Así que buscarse la vida en otros países es sólo una cuestión de dinero, no de filosofía de viaje. Vaya. Llevo dos crónicas filósofas. Me gustaría escuchar otras impresiones sobre este tema. O igual crear un foro en la página web.
Doc Let es una playa de arena blanca al norte de Nha Trang. Alquilé una scooter por 4 dólares y casco por 1 (me costó encontrarlo), y me lancé a la aventura a través de campos de arroz y salinas. Salir de las ciudades es reconfortante siempre. Me perdí por pueblos de pescadores y descubrí que los niños que saludaban desde los campos inundados no se estaban bañando, sino mariscando. Comí buen marisco, y sólo lo pasé mal cuando se me paró la moto. Un paisano amable se puso a revisar el motor y no encontró que nada fallara. Al final lo que no funcionaba era el indicador de la gasolina, que estaba fijo a mitad. Por suerte en cualquier lado te venden una botella de agua mineral llena de gasolina, y listo para regresar y coger el bus a Saigon.
El barrio de Saigon, con Cholon y otros, forman la ciudad de Ho Chi Min. Las motos vuelven a ser las dueñas del caos, y tampoco hay nada especial para ver. Los mochileros acabamos en la zona de Pham Ngu Lao y esto parece un gueto. Todas las casas son hoteles y los bajos se reparten entre tiendas de cedés piratas, cibercafés, restaurantes y agencias de viajes. Aproveché para darle un empujón a internet y para ir a visitar el delta del Mekong antes de cruzar a Camboya. Dejándome llevar por lo fácil, confieso que cogí un viaje organizado, aunque mis amigos no lo crean.
Hice de tripas corazón mientras me enseñaban la fábrica de dulce y demás «paradas en ruta», pero disfruté viendo a la gente hacer su vida cotidiana en los canales del impresionante río. Allí vuelves a darte cuenta de lo vinculada que está la vida de esta parte de Asia con el agua. Hasta los mercados son flotantes. Los barcos grandes cuelgan de un bambú elevado lo que venden y así los clientes en barcas más pequeñas los ven desde lejos… entre las innumerables lanchas de turistas. Aunque el remo es todavía la forma de desplazarse por los canales pequeños, las barcas tienen un curioso sistema de propulsión. El motor está sobre la barca y, de él sale un largo eje con la hélice al final que se puede ladear, lo que les facilita las maniobras.
Una de las cosas que más me ilusionó fue ver en directo cómo se planta el arroz. Vaya trabajito, todo el día con el lomo doblado. Y a pesar del calor, las mujeres llevan la cara tapada y manga larga para no coger el sol, pues acá estar moreno es contrario al estereotipo de belleza. Por la noche en Cantho pude probar la serpiente. Parecía una mezcla entre pollo y pescado. Pero no pude darme el gusto de probar la rata, que aquí es comestible pues se alimenta sólo de arroz. Todos los extranjeros se fueron a dormir y sólo quedamos los españoles para dar una vuelta. Así conocí a Juan, de Barcelona, y le convencí de que viniera por tierra a Camboya, camino de Tailandia.
Llegaba el momento de cambiar de país. No quise visitar ninguno de los sitios vinculados a la guerra de Vietnam, que tanto ha lastrado la historia de este país. Me quedó en el tintero conocer algo más del Caodaísmo, una religión que pretende fusionar todas las existentes, cuya sede está el norte de Ho Chi Min. Me quedé con las ganas de arrancar el pelo que se dejan crecer en las pecas los hombres, y que llegan a tener casi medio palmo. La tradición dice que arrancárselo da mala suerte. Y es que la tradición marca la vida de los vietnamitas. Al comprarse un coche nuevo puedes ver como le montan un altar delante y hacen unas ofrendas para que todo vaya bien. En los negocios puede tocarte esperar a que la dependienta termine de quemar unas fotocopias de dólares, como ofrenda para que el negocio funcione. Sólo las nuevas generaciones decidirán para donde tirar. De momento, las niñas que salen del colegio con su uniforme blanco, también llevan la cara tapada para evitar el sol como sus abuelas, pero en vez del típico sombrero cónico llevan modernos gorros de algodón con las marcas de
rigor.