El corazón de Bahía: Porto Seguro y Chiapada Diamantina
La versatilidad de Bahía como conexión entre continentes va más allá del vínculo afro-brasileño que comentaba en el artículo anterior. Fue por este estado por el que los portugueses decidieron empezar a “conocer” el país. Al sur de Salvador de Bahía, cerca del límite con el estado de Espíritu Santo, se encuentran las centenarias ciudades de Porto Seguro y Santa Cruz Cabralia. Este fue el lugar al que un 22 de abril del año 1500 llegó Pedro Álvares Cabral al mando de trece navíos y mil quinientos hombres, tomando posesión del territorio en nombre de Portugal e iniciando la historia de lo que sería más tarde Brasil.
Y todo fue fruto de la casualidad. El 9 de marzo había salido de Lisboa al mando de la segunda flota que partía camino a las Indias, por la ruta que acababa de ser descubierta por Vasco de Gama. A fin de evitar las calmas de la costa africana mauritana, decidió tomar un rumbo más al oeste, recalando así en las costas sudamericanas. Cuando más tarde retomó su navegación en busca de las especias de oriente, Portugal había ampliado considerablemente sus posesiones de ultramar.
Aprovechando el gancho de la visita a los lugares históricos, ha surgido una importante industria turística a lo largo del litoral, reconvertido comercialmente en la Costa del Descubrimiento. La belleza de sus blancas playas contenidas en exuberante verde tropical atrae a miles de turistas nacionales y extranjeros, con una oferta para todos los gustos y bolsillos. Los más aventureros pueden explorar las playas de Trancoso y Arraial d´Ajuda, con una amplia variedad de alojamientos encaminados al turista mochilero. Las familias y grupos disponen de numerosos resorts al norte de Porto Seguro, que les organizarán recorridos por los lugares históricos como complemento de la playa.
Al atardecer el centro comienza a tomar vida. Se montan chiringuitos a lo largo de las aceras, y parece que todo el mundo acude a dar un paseo. Habiendo vivido en España uno podría pensar que todos los lugares turísticos de costa son iguales, pero aquí me llamaron la atención varias particularidades. Los restaurantes llenan sus terrazas con la gente sentada en la dirección de la televisión, para no perderse el capítulo de su telenovela favorita. Las escenas de beso son seguidas de aclamación general, mientras que un atropello en la pantalla me hizo pensar en algún percance real en la carretera a juzgar por el estremecimiento que sacudió a la clientela del restaurante.
Conforme avanza la noche, la gente se concentra en la Avenida de Portugal, conocida también como “calle del alcohol”. Parece un enorme botellón junto a coloridos puestos decorados con frutas exóticas. A pesar de lo simple que pudiera parecer a primera vista, sus cartas de cócteles ocupan varios folios. La caipirinha aquí no es la reina. Tiene que vérselas con la caipiroska, elaborada con vodka en vez de cachaça, o con la caipiríssima, en la que el alcohol es el ron.
La combinación más pedida es la capeta, a base de piña, canela, vodka, guarana en polvo, más los ingredientes comunes a la mayoría de cócteles, de leche condensada, azúcar y hielo. Y para aquellos que echan de menos su casa, se puede pedir “la española”, a base de piña y vino. Cuando llega el momento del baile, unas muchachas te recuerdan cuál es la discoteca que abre esa noche. Los hosteleros de la zona se han puesto de acuerdo y la apertura de las discotecas está distribuida por días. Así no te pasa eso de llegar a un sitio vacío. Todo el mundo está en el mismo lugar y la fiesta está garantizada. Locales con espectaculares decoraciones temáticas como la Isla de los Acuarios, Alcatraz o Transilvania, se encargaran de que la noche tenga su protagonismo entre los históricos monumentos.
Como en todos los países, hay quien prefiere el monte a la playa para alimentar su espíritu. En el caso de Brasil uno puede pensar que el disfrutar de la naturaleza pasa inexorablemente por una visita al Amazonas. Eso es que no conoce la Chapada Diamantina. Situada en el centro geográfico del Estado de Bahía, cuando los matorrales del sertao toman el relevo del bosque atlántico, lo que un día fue una importante zona minera diamantífera es ahora uno de los parques naturales más visitados del país. La vía de acceso es el adoquinado pueblo de Lençois, declarado patrimonio histórico en 1973, en el que no faltan encantadoras posadas en las que descansar de las excursiones por los alrededores.
La naturaleza caliza del terreno ha creado caprichosos valles y recónditas grutas, decoradas con travertinos calcáreos de las más diversas formas y colores. La riqueza de taninos y humus del suelo tiñe de ocre el agua de los ríos que se vuelve dorada en las innumerables cascadas que salpican sus valles, creando un oasis vegetal dentro de la dureza del sertao.
Los cerros testigo resaltan sobre la planicie como una versión a color verde del Monument Valley de Arizona, por el que aun circulan paisanos a caballo, tocados con sus sombreros de ala ancha. Es un paisaje inusual, desconocido, pero cautivador. Con la ayuda de un guía puedes perderte durante días, sin encontrarte a ningún otro bípedo, entre abruptos cortados que delimitan valles con cierto parecido morfológico a Ordesa o a las Blue Mountains cerca de Sydney.
Si García Márquez hubiera vivido por aquí habría podido escribir una novela que parecería surrealista sólo con la ambientación. Ríos de agua marrón. Cientos de conchas de moluscos marinos en el fondo arenoso de una gruta a cientos de kilómetros de la costa. Estalactitas rojas o amarillas. Lagos ocultos en grutas cuyas aguas se tiñen de color turquesa cuando a una hora del día los rayos del sol adquieren la inclinación adecuada.
Y la que se llevaría el premio. La cascada donde el agua cae hacia arriba. La Cachoeira da Fumaça. La marcha de aproximación a la cascada es ya de por sí espectacular, con una inolvidable vista aérea del singular valle de Capao. Al aproximarnos a la cascada por su parte superior, notamos su cercanía por la aparición de lluvia, sin que en el cielo conste la presencia de nubes. Los cuatrocientos metros de caída vertical parecen dar miedo a las gotas de agua, que aprovechan la oportuna corriente ascendiente de aire para contradecir la gravedad y aparecer como una humareda blanca que saliera del cortado.