De Orishas y candomble
La singularidad de la Chapada Diamantina (que relataba en el post anterior) activa el espíritu, y algún iluminado podría perfectamente haber empezado aquí una religión, campo en el que Brasil también tiene mucho que ofrecer. Había oído hablar de las exóticas ceremonias de candomblé, en las que se veneraba a ritmo de tambor a los antiguos orishás –dioses- africanos. En Salvador de Bahía las ofrecen a los turistas que pasean por el Pelourinho como una actividad nocturna más. Había leído que en el pueblecito de Cachoeira, a unas dos horas de Salvador, todavía se podían encontrar ceremonias no preparadas para turistas, así que decidí pasar mis últimos días allí.
Me alojé en la centenaria Pousada do Guerreiro con sus suelos de tarima quejosa y mobiliario cargado de sabor. Nada más llegar, pues era tarde, me puse a preguntar por algún terreiro pensando que uno podía encontrárselos a cada esquina. Ingenuo de mí. La amable amiga del recepcionista de la posada me contactó con un borrachín, y éste con un conductor de mototaxi que se iba para casa, y que presionado por mis nuevos amigos accedió a llevarme a una dirección incierta en la que creían que habría fiesta –así la llamaban- de candomblé.
Recorrí el pueblo de arriba abajo, y tras varias redirecciones de los más pintorescos personajes, por fin el mototaxista se detuvo frente a un terreiro que iba a celebrar fiesta esa noche. La única objeción a mi presencia en la fiesta fue que no debía tomar fotos. Los fieles, un público femenino en su mayoría, esperaban sentados en un banco corrido alrededor de la habitación. En la antesala había una tarta de boda coronada por un soldadito vestido de romano. Un hombre vestido de blanco de la cabeza a los pies organizaba a los recién llegados. Tres timbales aguardaban a sus músicos decorados con pomposos lazos blancos.
No sabía lo que iba a encontrarme. Cuando el pae –sacerdote principal- entró dirigiendo una fila de mujeres vestidas con el tradicional traje blanco baiano, la música comenzó a sonar y las canciones ya no pararon hasta bien entrada la madrugada. Dirigidos por el pae se formó una especie de conga en círculo, y los bailes aumentaban en intensidad y frenesí, empapando los cuerpos en sudor.
Embriagados por el ritmo de los tambores, algunos asistentes comenzaron a entrar en trance, con convulsiones y gritos. Entonces se acercaba un iniciado y calmaba el espíritu que acababa de poseer ese cuerpo, reconociéndolo, y acompañaba al feligrés a un cuarto para vestirlo con los símbolos de ese orishá y reincorporarse así al baile. El primero en aparecer vestido con un traje plateado de romano, con su espada y escudo, fue el pae. Luego supe que el terreiro estaba dedicado a Ogun, el orishá de la guerra y el trabajo, y que esos eran sus símbolos.
La sucesión de orishás hizo que no me enterara del paso del tiempo. Cuando todo parecía que había terminado y me disponía a irme, empezó lo mejor. De la cocina empezaron a salir platos de feijoada, cerveza y frutas. La alegría de la fiesta contagió a todos los presentes, y se alargó hasta el amanecer. Allí me enteré de que al día siguiente había otra fiesta en un terreiro no muy lejano. Todo el mundo me aconsejó que no me lo perdiera. Se trataba de un candomblé de caboclo, donde además de los tradicionales orishás, se veneran también espíritus indios precolombinos.
No fue difícil encontrar el lugar al día siguiente. Unos coloridos orishás pintados en el tejado indicaban que allí había un terreiro. Al entrar en la amplia sala pensé que debía ser el equivalente a una de nuestras catedrales. El altar central con el caboclo, una especie de vaquero del oeste, estaba rodeado de frutas y flores. Las mesas en dos de los laterales rebosaban de comida que iba siendo ofrecida primero al caboclo, y luego distribuida entre los asistentes por camareros de pajarita. La música y los trances eran similares a los del día anterior, pero el fervor de los poseídos, la presencia de halcones y serpientes vivos, y el hecho de que bebieran y fumaran, daban un aire mucho más primitivo al acto.
Cuando mis amigos me localizaron entre los asistentes, me hicieron señas para que les siguiera y pasara a la parte trasera de la casa. Allí se estaba celebrando la otra fiesta. Diez personas se encargaban de que la cocina no dejara de producir comida para las más de cien personas que estaban sentadas en varias mesas. La bebida corría alegremente, empapada en cacahuetes hervidos, esperando a que la feijoada y el jugoso churrasco ensartado en espada estuvieran listos. Era una verdadera fiesta, y me alegré de haber encontrado una religión que opta por un tipo de proselitismo más gastronómico. A partir de entonces el término “alimentos para el espíritu” cobró una nueva dimensión.