A Sydney y Brisbane en furgoneta
Al optar por la furgoneta para viajar por Australia entras en una dinámica de viaje particular. El pequeño espacio sobre las cuatro ruedas se convierte en tu casa 24 horas y la interacción con otros viajeros queda reducida a breves encuentros en las paradas o en los campin. Aun con todo se crea una complicidad intangible que me recuerda a la que viví años atrás en el camino de Santiago. Casi todo el mundo que ves en furgoneta está haciendo lo mismo, y por tanto pronto se comparten consejos y experiencias.
Entre la valiosa información que uno busca está la localización del campin barato, o dónde ducharse, a poder ser con agua caliente, ya que los baratos sólo tienen baños básicos. Para este punto de la higiene, las piscinas públicas han sido nuestra salvación. Para comer no suele haber problema. En cada pueblo, por pequeño que sea, hay al menos un lugar preparado con barbacoas eléctricas gratuitas en el que hacerte la carne de canguro o las gambas compradas a los barcos recién atracados. Sólo queda elegir la vista que quieres para la cena, montaña o mar. Para los desayunos generalmente íbamos a mesas frente al mar, y coincidíamos con los trabajadores de parques y jardines del lugar que buscaban también un sitio para almorzar.
La mayor parte del tiempo fuimos recorriendo la costa hacia el norte. En esta parte de Australia el nivel del mar subió hace unos miles de años e inundó los valles costeros, creando un paisaje de colinas y montañas que rodean a lagos de aguas tranquilas, generalmente comunicados en algún punto con el mar, lo que hace las delicias de los amantes de los barcos y la pesca. Los campin están en la misma orilla y allí la gente monta su tienda o planta la caravana, y amarra la barca en la puerta. Hay una gran cultura de pesca, y es normal encontrar mesas públicas con agua para limpiar el pescado capturado junto a las rampas donde se sacan las barcas. Al reclamo de los restos de pescado acuden desde manta-rayas a pelícanos, para hacer las delicias de los que no pescamos.
Para disfrutar de la costa, alternábamos los paseos por las playas desiertas, con los miradores que dan una visión más fotográfica. Allí nos cruzábamos con dos tipos de australianos. Los de edad avanzada, que bajaban de coches grandes, y que posiblemente estaban de turisteo por la zona y paraban a hacer fotos (en un día de no pesca). Y los que bajaban de un coche con una tabla de surf dentro, y simplemente buscaban dónde podían coger las mejores olas. Fue la paradoja del viaje. Conforme más subíamos en Nueva Gales del Sur, más gente hacía surf, y menos cuidados estaban los parques naturales.
La excepción es el Parque de Boolere, más conocido como Jervis Bay, y que está gestionado fenomenalmente por aborígenes. Las playas son de arena blanquísima, y de una finura tal que al andar chirría. A sus espaldas, un verde frondoso alberga una gran variedad de vida animal. Es quizás la zona más bonita de este tramo de costa. La zona de Gerroa y Kiama me recordó a San Sebastián. El mar azul en el que mueren colinas ondulantes de hierba verde, y unas casas preciosas encima, rodeando la bahía.
En otros momentos nos metimos más al interior para visitar pueblos “históricos”. Algunos, como Tilba, se han reconvertido al turismo y sus casas antiguas son tiendas de recuerdos o productos artesanales, en medio de un paisaje de campiña inglesa. Otros, como Hartley, se han quedado en pueblos fantasmas. También los hay que han preservado algunas casas en el centro, en estilo tradicional o en Art Deco, y han seguido creciendo y están vivos. Pero los pueblos son en realidad cuatro calles que se cruzan y nada más. Las casas que los rodean se confunden con las granjas que se pierden en el campo sin encontrar un límite físico a la población. La publicidad no ha dado el salto a las luces de neón, y los carteles siguen siendo de madera, o escritos a mano en tiza sobre una pizarra. Esta sería la fotografía de la Australia rural, la que muere a las 6 de la tarde.
El contrapunto lo encontramos en Sydney, llena de energía. La que fue la primera colonia en tierras australianas se ha convertido en poco más de 200 años en una de las ciudades más envidiadas del planeta. Es moderna, tiene “historia”, es bonita y por lo que cuentan, agradable para vivir. Sus playas de Bondi y Manly son la Meca del surf, y no quise dejar pasar la oportunidad de montarme en una tabla para probar. Acabé agotado, y lo mejor que hice fue sentarme para ver venir las olas, pues no hubo manera de cogerlas levantado.
Pero si algo caracteriza a Sydney es la foto de su puerto en la que se recorta el puente y sobre todo, la ópera. Ahora nadie se acuerda del escándalo que supuso en su día. El presupuesto inicial casi se triplicó y el arquitecto danés Jorn Utzon, ganador del concurso para su construcción, tuvo que abandonar el proyecto. Las tan admiradas conchas blancas se levantan justo al lado del lugar donde atracó la flota que trajo los primeros colonos y convictos a estas tierras. Poco se imaginaban los aborígenes Cadigal aquel 26 de enero de 1788 lo que les esperaba cuando vieron aparecer por el entonces tranquilo puerto aquellos 11 barcos. Pasado un año sólo quedaban la mitad de los indígenas. Ahora en ese lugar se levantan los rascacielos que mueven la economía del país.
A poco más de una hora hacia el interior, las Montañas Azules hacen de pulmón de aire fresco para los urbanitas de Sydney. Fue el inicio de la ruta hacia Brisbane, en la que se sucedieron ciudades comunes, playas estupendas pero iguales a las anteriores, y cascadas más altas o más anchas que las precedentes. Cuando parecía que caíamos en la rutina empezó a aparecer vegetación tropical para romper la monotonía, dando ese punto exótico al paisaje.
De los lugares visitados me quedo con los baños marinos Art Decó de Newcastle, a los que vienen los novios a hacerse las fotos de boda; las nubes negras de los miles de murciélagos gigantes que salen a buscar su fruta al anochecer en Kempsey; el ambiente fumado y único de Nimbin, el pueblo hippie por excelencia de Australia; y la vista de la costa de Byron Bay desde el faro. Y de las cascadas, destaco dos. Protester Falls, que además de ser de importancia para los aborígenes, está metida en medio de un denso bosque tropical, preservado intacto gracias a la movilización social en los 70, que supuso el comienzo del movimiento conservacionista australiano. Y la increíble Natural Bridge, que cae a una cueva a través de un agujero del techo creando un escenario que parece sacado de un sueño.
La despedida de la costa la hicimos en Surfers Paradise, en la Gold Coast, donde se acumulan los rascacielos a modo Benidorm. Tras 2000 kilómetros de playas con vegetación, sin casas que levantaran más de dos plantas, ahora los edificios de apartamentos eran los que se recortaban en el horizonte. Al menos fue el primer sitio donde el agua estaba con una temperatura agradable para poder bañarse.
Brisbane era el destino final del periplo australiano, desde donde volábamos a Nueva Zelanda. Allí Jan nos abrió las puertas de su casa y nos trató como amigos de toda la vida a pesar de acabarla de conocer. Fue una suerte pues su ayuda, y la de sus amigos Peter, Julian y Carol nos facilitaron las cosas tras la mala jugada del pasaporte de Adriana. En el aeropuerto le despegaron la tapa del resto de hojas y no la dejaban volar, a pesar de que un experto certificó que el pasaporte era bueno. ¡Por supuesto, la de inmigración lo acababa de romper! Por lo visto hay una partida de pasaportes defectuosos (no lo van a reconocer, pero en una semana he conocido a tres españoles con el mismo problema, y hay gente en las embajadas que lo comenta “off the record”) y con el abrir y cerrar para escanearlos, salta la tapa en el momento menos pensado, en un lugar que tendría que estar reforzado para evitarlo, tal y como estaba el modelo antiguo. Tuvimos que ir a Sydney, a 1000 kilómetros para conseguir otro nuevo, y poder proseguir el viaje con el consiguiente retraso y cambio de planes. Mal sabor de boca para dejar un país que hasta entonces nos había encantado.