Tasmania, tierra de demonios
Después de pasar unos días en Melbourne, de los que hablaré más adelante, el primer destino del nuevo continente fue Tasmania. La capital, Hobart, nos recibió a las 9 de la noche con las calles desiertas, los conejos pastando tranquilamente en los jardines, y un pequeño canguro (wallabie) mirándonos con cara de decir “¿qué hacen estos por la calle a estas horas?”.
Fue un adelanto de lo que me pasó el día de la final del Open de tenis de Australia. Estaba en Scottsdale, un pueblo cuyo nombre tenía un tamaño importante en el mapa. Al preguntar en los dos pubs del pueblo sobre la hora de cierre, la respuesta fue la misma. A las 8.30 pm. Y la final empezaba a las 7.30. Por suerte en Australia hay gente jubilada que persigue el buen tiempo con su caravana perfectamente equipada, yendo de campin en campin. Los “grey nomads” les llaman. La generosidad de Kevin, vecino de acampada, me permitió ver a Nadal los primeros sets en su televisión, hasta que la prudencia hizo que me retirara a mi furgo a las 11 de la noche, sin verlo terminar. Acabó poco antes de las dos de la madrugada, y no quiero ni imaginarme cómo haría la gente en Melbourne para volver a casa a esas horas con lo grandes que son las distancias.
Sabía poco de Tasmania, la antigua Tierra de Van Diemen. Había oído hablar del demonio de Tasmania, de su pasado como isla de presidios y de su riqueza natural. De lo primero recibí malas noticias. Un virus que les provoca cáncer de boca está acabando con la población debido a la costumbre de mordisquearse, y no pude ver ningún ejemplar salvaje. Están intentando salvar los individuos sanos poniéndolos en islas aisladas, y sólo el tiempo dirá qué pasa con esta curiosa especie, cuya mayor amenaza para el hombre es su nombre.
Del pasado presidiario quedan los restos testimoniales de las prisiones, pero no es un tema que salga en las conversaciones. Tras la fundación de Hobart en 1803, uno de los siguientes asentamientos fue la prisión de la Isla de Sarah en 1822, en la remota costa oeste. Si algún preso se escapaba y sobrevivía a las duras condiciones de la naturaleza, no había forma de que volviera a la civilización a molestar. Esa política inglesa de quitarse de en medio a los condenados de hechos tan graves como robar para comer, hizo que cincuenta años más tarde de llegar a la isla, la mitad de la población fueran convictos.
La mayor atracción de la isla es la antigua prisión de Port Arthur. Está situada en una península cercana a Hobart en barco, pero lo suficientemente lejos por tierra. El istmo que la une con tierra apenas tiene un par de cientos de metros en los que se colocaban perros atados con cadenas para evitar que si algún preso se escapaba pudiera atravesarla. Los guardianes contaban historias de aguas infestadas de tiburones para desmotivar a los pocos que sabían nadar, pero eso no evitó numerosas fugas que alimentan todavía las leyendas locales. Para no faltar a la tradición, dos días antes de volar a la isla se escaparon un par de presos y no los encontraban. Siendo que por la dificultad del transporte público íbamos a recorrer Tasmania en una furgoneta, en plan acampada libre, no era la mejor noticia para iniciar el viaje.
En cuanto a la riqueza natural, de eso Tasmania tiene para dar y regalar. Por lo visto los aborígenes tenían unas costumbres respetuosas con la naturaleza que los mantenía. La llegada de los ingleses cambió la tendencia. Empezaron a tumbar el bosque para hacer granjas, y de paso exterminaron a los indígenas (esto tampoco lo cuentan mucho los libros de historia). Por suerte como apenas hace 200 años de eso, todavía hay rincones vírgenes, sobre todo en la costa oeste, donde se puede sentir la naturaleza primitiva, sin contaminar.
El periplo a la isla empezó por allí, por el oeste, alternando caminatas en parques naturales, con visitas a los pueblos mineros que abrieron los caminos para poder explotar los minerales. Una vez que las minas ya no daban dinero para sustentar esa fulminante riqueza, la gente se iba tan rápido como había llegado. Localidades como Queenstown o Zeehan, que contaban con teatros donde actuaron estrellas europeas, ahora no son más que pueblos fantasmas, en los que a partir de las cinco de la tarde no ves a nadie paseando por las calles de edificios centenarios, que parecen sacados de una película de vaqueros.
La cantidad de animales atropellados en la carretera da idea de la rica diversidad natural de la isla. En los paseos por los parques de Mt Field, Lake San Claire o Cradle Mountain es casi seguro que tendrás cara a cara con wallabies, wombats, possoms, equidnas, y si tienes suerte el tímido ornitorrinco, aunque yo lo acabé viendo en el lago de un camping, donde menos lo esperaba.
Conforme se viaja hacia el este el paisaje se humaniza, por decirlo de algún modo. Aparecen pastos para vacas, caballos, y casas desperdigadas por las colinas entre trozos de bosque. Los móviles vuelven a tener cobertura en algunos puntos cerca del cruce de dos calles que en el mapa llaman pueblo, y que tiene la tienda multifuncional a la que acuden los granjeros de los alrededores. Launceston, es lo más parecido a una ciudad en la parte norte, unida al océano por el agradable río Tamar. Con una prosperidad debida a la riqueza de los minerales, allí se construyó la primera central eléctrica de toda la zona de Asia y Oceanía, aprovechando la pintoresca garganta del río South Esk, que según W Collins, el primer europeo que la recorrió, es el “paisaje más bonito del mundo”.
Si yo tuviera que votar en ese concurso, probablemente me quedaría con las playas de la costa este. Al llegar a Bay of Fires me parecía haber aterrizado en otro planeta. Arena blanca sobre la que aparecen bloques graníticos coloreados de líquenes naranjas y amarilllos. En las fotos de los folletos el cielo era azul, aunque a mi me hizo días grises, pero aún con todo el paisaje era único. Al bajar hacia al sur las playas se alternan con acantilados en preciosas bahías, como la de Wineglass (copa de vino) en Freycinet, o la de los piratas, en la península de Tasman.
Después de viajar en una furgoneta sencilla, con poco más que un colchón y una cocinilla de gas, la vuelta a Hobart, a la civilización, se agradece. Y eso que los Clubs de Leones facilitan las cosas por la isla, ofreciendo gratuitamente áreas de picnic con baños impolutos, algunas incluso con duchas de agua caliente. Pero se echaba en falta el contacto con la gente local. Por suerte nosotros teníamos en Hobart a Morian y Murray, nuestros encantadores anfitriones, para darnos el complemento humano a la isla. No sólo nos ayudaron en la planificación del viaje, si no que nos trataron como amigos de toda la vida, pese a habernos conocido por internet unos días antes.
Además ellos y de los paisajes, me queda el recuerdo de los olores del bosque. La vegetación es completamente distinta a la que tenemos en el otro lado del mundo, y las fragancias, por tanto, sorprenden con sus matices, sobre todo después de una tormenta. Parece mentira que sea el mismo planeta, aunque bueno, es el otro extremo del mundo. No reconozco ningún pájaro, y cuando veo una silueta familiar de cisnes en un lago, me doy cuenta de que son todos negros. Al preguntar a un paisano, se extraña y me suelta: “Toda la vida han sido negros. Lo raro sería que fueran blancos”. Ciertamente el mundo al revés.