Colombia, la perla de América que dejó atrás la violencia
Colombia ha vivido lastrada por los años de la narcoviolencia de Pablo Escobar y aunque muchos todavía hacen esa asociación, la realidad ha cambiado y ya es un secreto a voces entre los viajeros que recorren Sudamérica: Colombia es la perla de América, el país que hay que visitar, el que no te puedes perder. Y lo mejor de todo, la seguridad ya no es un problema y sus gentes son de las más encantadoras de todo el continente. Ésta es la tercera vez que vuelvo en cinco años y ya noto el aumento de viajeros así que hay que olvidarse del cliché y aventurarse antes de que llegue el turismo de masas.
Esta vez el viaje no empezó bien. Era “feriado” en Colombia y una riada de gente quería pasar los días festivos en Ecuador, así que el cruce de la frontera, la última de todo el viaje, no fue nada romántico. La fila única para entradas y salidas en los dos puestos fronterizos nos llevó más de cuatro horas, ya que no quisimos pagar a los buscavidas que te colaban por 20 dólares, así que acabamos durmiendo en un hotel en la misma frontera pues conseguimos el último sello pasada la medianoche y no queríamos llegar a Ipiales tan tarde.
En el desayuno cayó el primer tintico (como llaman aquí al café) con pandeyuca, camino del Santuario de las Lajas, centro de devoción local construido sobre un puente en la quebrada. El altar es la misma roca, en la que se apareció la virgen, y el lugar está tapizado de placas de agradecimiento de los más variopintos favores. Es un lugar curioso, pero sobre todo llama la atención la parafernalia montada para la gente que acude. Me quedo con la foto de los niños con un sombrero mariachi montados en una llama adornada de camello con corona de plástico a modo de rey mago. Así es Colombia.
La carretera a Pasto sigue el curso del río colgada en sus laderas, y los campos están arados en diagonal dando un paisaje inusual, pero supongo que útil para aprovechar el agua y evitar la erosión. Ésta es la parte andina de Colombia, con campesinos de rasgos indígenas y clima frío que se combate con los hervidos de frutas, ingeniosa forma de tomar zumo de fruta, caliente y cargadito de guaro. La laguna de la Cocha es junto con el volcán Galeras el atractivo de la zona. Tras el paseo en barca para hacer la caminata por el bosque de la isla central, es difícil resistirse a una trucha fresca en uno de los restaurantes que, con la estética de chalets suizos, flanquean el embarcadero.
Estaba en los días de descuento. Se acercaba el fin del viaje. Dos años atrás ya pasamos mes y medio viajando por el país así que decidimos poner rumbo a Bogotá y disfrutar con la familia de Adriana lo poco que nos quedaba. Los rincones que habíamos planeado ver quedan en la lista de “pendientes para la próxima”. Para partir el viaje paré en Salento a disfrutar de la hospitalidad de los paisas, y a dejarme envolver por ese acento dulce con el que hablan y que hace que acabes comprando lo que no quieres.
Ya estuve aquí en el último viaje y quise volver a pasearme entre las palmeras de cera del valle del Cócora, a comerme ese patacón pisado frito que sobresale del plato y a tomarme un tintico en los cafés de suelo de tarima, viendo los hombres jugar al billar, con su sombrero, su ruana (esa mínima expresión del poncho) y el machete al cinto, mientras suenan los tangos de Gardel, que aquí compite con los ritmos tropicales. Esa es la imagen de Salento que me gusta, la que queda cuando se van los visitantes que durante el día abarrotan la calle Real.
Todo el mundo en Bogotá habla maravillas de Villa de Leyva, así que como no está muy lejos hice una pequeña escapada para conocerlo. Tiene una inmensa plaza empedrada de estilo colonial, y calles adyacentes con edificios históricos, pero tanto orden y limpieza le dan un aire de Disneylandia para turistas. Sólo pude encontrar un pequeño descorchón en una tapia de las afueras del pueblo. El resto está irrealmente impoluto. Eso no le quita que no sea fotogénico.
El dato de la villa más curioso me lo dio el antropólogo Diego Arango, paseando por las calles empedradas al atardecer. La fundación de la villa en 1572 no fue en lugar actual, si no cerca del observatorio astronómico muisca, conocido como el infiernito, a unos 10 km de distancia. Debido a las protestas de los indígenas muiscas tuvo que trasladarse años más tarde por contravenir a las leyes de indias, en una de las primeras demandas que se presentaron por atentar contra los derechos de los indígenas. Y estábamos en el siglo XVI.
Camino del famoso observatorio descubrí un tesoro que me gustó más que la colección de piedras precolombinas y que no salía en ningún mapa: La casa de terracota. Hace 12 años Octavio Mendoza inició la construcción de esta casa de barro cocido que recuerda las construcciones de Gaudí. Aunque todavía está en obras se puede visitar y dejar pasar el tiempo recorriendo los diversos cuartos y terrazas de formas oníricas que sin duda pronto veremos en alguna película. Las lámparas y los elementos decorativos interiores son todos una obra de arte única. Los únicos que no parecen extasiarse son los albañiles que tienen que traducir las genialidades del autor en realidad. Ese día estaban peleando para poder ponerle los cristales a una puerta llena de líneas curvas, y lo sufrían.
No muy lejos está Ráquira, otro pueblito de casas de colores que todo el mundo recomendaba visitar. A mí me pareció más bien una gran tienda de artesanía con forma de pueblo, aunque la visita valió la pena al pasearme por las afueras, donde sí parece un pueblo vivo. Me crucé con una cholita con sombrero de paño que iba tejiendo una cesta de mimbre mientras caminaba, igual que se puede ver en los pueblos del altiplano de Perú (pero allí con lana). Me gustó encontrar este componente nativo reivindicando el indigenismo colombiano que tantas veces se pasa por alto y que tan lejano parece cuando estás en la capital.
Llegar a Bogotá significa atravesar barrios inacabables en una ciudad que se ha extendido a los pies de la sierra alocadamente. Y cuando lo que quieres es llegar a casa, se hace eterno. Por eso los días últimos del viaje fueron caseros, con la familia y amigos, haciendo la vida en el dormitorio en vez de en el salón, al más puro estilo local. Me pareció raro la primera vez, pero ya me acostumbré. Es poco usual ver una televisión en un salón. Todas están en el dormitorio, que es donde la gente se reúne.
El clima de Bogotá es duro. La altura hace que cuando el sol se esconde tras una nube la temperatura baje y para nada te sientas en el trópico. El sabroso ajiaco ayuda a sobrellevarlo y aproveché para recuperar las energías perdidas en los paseos por el centro colonial de La Candelaria, con sus iglesias barrocas que rivalizan con las de Quito. Eran los últimos pasos de un viaje que estaba a punto de terminar. Al montar en el avión culminaría 402 días de viaje alrededor del mundo, visitando 25 países y recorriendo las antípodas, los países más alejados de casa. No quería volver, pero esto se acababa. Tocaba empezar a pensar en el próximo viaje.
Ya que ésta va a ser la única entrada de Colombia, no puedo acabarlo sin poner alguna foto de otros rincones que visité en viajes anteriores, para mostrar la belleza del país e invitar a la gente a visitarla sin miedo.
Nachito es mejor tarde que nunca, tu ves cosas que nosotros ya no vemos la costumbre, me gusto lo que escribiste…..besitos …..Luisa