Samarcanda y el alma de Uzbekistán
Las ciudades terminadas en u tienen una sonoridad que les aporta un halo exótico más allá del propio nombre: Tombuctú, Estambul, Katmandú… Pero sin cumplir esa regla Samarcanda resuena como uno de esos destinos soñados a los que uno quisiera ir si se le presentara la oportunidad. Para nosotros era una de las razones de venir a Uzbekistán, y por eso la quisimos dejar para el final. Cuando visitas lo primero una de las cosas más bonitas, las que vienen detrás te saben a poco.
Ese no fue el caso de Samarcanda. El tan renombrado Registán es sin duda alguna de una gran belleza, y sus tres medersas son obras maestras. Pero es más de lo mismo. Un contenedor de puestos de recuerdos sin alma. A su alrededor jardines para que las incontables parejas de novios se hagan las fotos de rigor, y grandes avenidas sin vida.
El resto de monumentos están diseminados por la ciudad que los soviéticos rediseñaron sin que te puedas hacer una idea de cómo pudo ser la capital que Ruy González de Clavijo se encontró cuando se presentó ante Tamerlán. Me gustó mucho el cementerio, con los mausoleos ricamente decorados, y me sorprendió el observatorio astronómico de Ulughbek, por la cantidad de información que logro acumular para la época, pero me cansaba la actitud de los vendedores de entradas. A la mínima intentaban que pasaras sin ticket, a un precio más barato, para embolsarse el importe directamente. Otra manifestación más del grado de corrupción de este país.
La avenida que conduce al mausoleo de Tamerlán lleva el nombre del valiente embajador español, pero no tiene ninguna casa. El secreto está en que las calles de los alrededores de los monumentos se encuentran escondidas detrás de altas tapias, y se accede a ellas por puertas corredizas. Y allí es donde vive la gente oculta a los ojos del turista. Estas calles, o las avenidas secundarias, donde sólo luce una de cada tres bombillas, marcan un curioso contraste con las avenidas principales, iluminadas hasta deslumbrar, con sus tiendas de carteles luminosos, y donde hasta las señales de tráfico tienen leds que las hacen resplandecer por la noche. Es como si estuvieras en cualquier ciudad europea. Son los ejemplos de los dos países que conviven en Uzbekistán.
Si hubiéramos viajado por tierra, hubiéramos cambiado de país. Pero como Afganistán y Pakistán no son muy seguros en estos momentos, habíamos comprado un vuelo para India, y no podíamos cambiarlo. Así que dejamos pasar los días en Taskhent, paseando por sus avenidas repletas de robles, viendo como el otoño empezaba a hacer su aparición, o visitando el museo de locomotoras, donde los amantes de los trenes podrían pasar horas, montándose en las locomotoras que surcaban las estepas rusas. Nos dimos el lujo de ir al ballet a ver el lago de los cisnes, y aprendimos a descubrir por fin dónde comer, o dónde encontrar internet. Casi que empezaba a cogerle el gusto a la ciudad.
Para los últimos días fuimos al valle de Fergana. No tenía ningún atractivo monumental especial, pero había una fábrica de seda, y tras tantos días en la ruta de la seda, era una forma de ver cómo se producía tan preciado tejido. La sorpresa agradable fue que allí descubrimos el alma que le faltaba al país. La gente que nos encontramos fue maravillosa, y nos ayudó hasta puntos insospechados. No hay muchos autobuses, así que la gente viaja compartiendo taxi, que sale cuando se llena. El que nos traía recorrió media ciudad ayudándonos a encontrar alojamiento acorde a nuestro presupuesto, con la ayuda de una amiga que al otro lado del teléfono hacía de traductora.
La amiga hablaba inglés porque tenía una academia, así que una tarde fuimos a dar conversación a sus alumnos. Todos deseaban aprender más para poder comunicarse en inglés y así acceder a un futuro mejor, y nos bombardearon a preguntas. Los temas preferidos fueron los mismos que me preguntaron en la boda de Moynaq. Querían conocer los salarios en España, y al oirlos les provocaba exclamaciones de asombro pues aquí salvo que seas un privilegiado cobras entre 100 y 200 dólares. Pero yo les contaba el coste de la vida en España para compensar, porque si no se quedan con una visión distorsionada. Pero el tema favorito era saber nuestro estado civil y si teníamos hijos. Para los uzbecos el sentido de la vida no es tan complicado como para nosotros: casarse y formar una familia cuanto más numerosa mejor. Pues según ellos, si no tienes hijos, ¿quién va a cuidarte cuando seas anciano?
El día que volvíamos a Tashkent queríamos parar en Kokand, una ciudad que quedaba en el camino, y lo que creíamos era un taxi compartido resulto ser un vividor que quería hacer el agosto con nosotros. Ese no era el sitio de donde salían, y justo al echar a andar nos saludó uno de los alumnos con los que habíamos hablado la tarde anterior. Nos preguntó dónde íbamos y se ofreció a acompañarnos a la parada correcta. Una vez allí negoció el precio con el conductor y nos informó para que no nos timaran. Como le dijimos que nosotros queríamos ir hasta el centro, volvió a hablar con el chofer para ver si era posible y lo convenció dándole una propina de su bolsillo. No quiso que yo se la pagara de ninguna manera. Ciertamente los monumentos de Uzbekistán son bonitos, pero la gente de Fergana le pone el alma que les falta.
ay brother, el otro día coincidió que al enceder la tele vi al conjunto de Uzbekistan de gimnasia artistica (han sido los mundiales) y me acorde de la crónica de Adriana y de la bella gente que os habeis encontrado… que gusto!!!! por cierto, preciosas las fotos. ciao
Hola Nacho, me alegra ver que todo va bien y que no nos habéis necesitado. Los Mapfre de la calle Carmen seguimos con envidia vuestras aventuras. Un abrazo