Por las llanuras de los países mediterráneos de América
Arturo es un viejo amigo paraguayo con el que me encontré cibernéticamente justo antes de ir a comprar los billetes hacia el Pantanal brasileño. Qué agradable coincidencia. Iba para el Chaco paraguayo al día siguiente, y nos invitaba a acompañarle, así que sin pensarlo dos veces cambiamos el rumbo del viaje y nos montamos en un bus nocturno a Asunción, dejando Brasil para más tarde. Para no variar, llegamos en la madrugada del día más frío del año. La ola de frío polar me perseguía.
La gran llanura del Chaco ocupa el oeste del Paraguay y parte de Bolivia. No es lo único que comparten. Son, según enseñan en los colegios latinoamericanos, los dos únicos países mediterráneos de América. Los que no tienen costa. Los que están “en medio de tierra”. De ahí su particular adjetivo, que al otro lado del Atlántico tiene un significado muy diferente.
Había llovido, así que el paisaje estaba anormalmente verde, incluso inundado en algunas partes. Las vacas de las grandes estancias pastaban tranquilamente entre palmeras redondas, en un paisaje que se repetía durante cientos de kilómetros. Los lugares se conocen por el punto kilométrico en el que están y de vez en cuando los carteles de “zona urbana” indican el lugar en el que debería haber casas, pero donde tan sólo se ven algunas chozas.
Y de repente, tras cientos de kilómetros sin línea pintada en la carretera, apareció Filadelfia, un oasis de civilización en medio de la dureza del paisaje seco del Chaco. Fundada en los años 30, buscando un lugar en el que los dejaran en paz, la colonia menonita se ha convertido en una pequeña ciudad de aire europeo, basada en la prosperidad de la cooperativa lechera. A juzgar por el tipo de alumnos y el cuidado del césped, el colegio parecería estar en Alemania. Sólo chocaba ver cómo ensayaban bailes paraguayos, con faldas coloniales, dando las indicaciones en alemán antiguo. Un lugar peculiar, en el que el único museo abre de 7 a 9 de la mañana.
El motivo del viaje era visitar la comunidad guaraní Asentamiento Martillo, donde la fundación Yvy Porá iba a iniciar un proyecto de construcción de viviendas. El contraste con los pueblos menonitas era tremendo. Parecían pertenecer a siglos distintos. Un chavalillo que llevaba una vieja camiseta de Port Aventura me enseñó la escuela, una choza un poco más grande que las demás, junto a la que los menonitas estaban construyéndoles una inmensa iglesia de ladrillo. Le pregunté su edad, pero no la sabía con seguridad. Ellos se preocupan de otras cosas.
Al regresar a Asunción nos esperaba un buen asado para desquitarnos del palizón de kilómetros que llevábamos encima. Y otra nueva sorpresa, la sopa paraguaya, que no es líquida, si no más bien parece un bizcocho. Para volver a Brasil fuimos a cruzar por Pedro Juan Caballero, una ciudad unida por una calle con la brasileña Ponta Porá, de la que te gustaría salir lo antes posible, pero en la que tuvimos que dormir. A pesar de que el paisaje es precioso, y que como el resto del país tiene un potencial turístico por explotar, no son muchos los turistas que se pierden por aquí. Como los locales cruzan sin papeles, eso se traduce en que el control de pasaportes no está abierto en domingo, justo el día en que llegábamos. Es lo que tiene el viajar fuera de las rutas habituales.
A pesar de ser un lugar remoto, el funcionario brasileño estaba avisado y tocó presentar otra vez todos los papeles para que nos dejaran entrar a Brasil. Otro palizón de bus nos llevó a Bonito, la meca del ecoturismo brasileño. El paisaje cárstico de los alrededores ofrece multitud de paseos y excursiones, con el denominador común de que los precios son europeos. Aun con todo, no me quise perder la gruta azul. Para disfrutar de las aguas cristalinas que permiten bucear entre cientos de peces piraputanga, el balneario municipal es la opción más económica, pero dada la temperatura del agua, me conformé con meter los pies. Aproveché para probar la carne de caimán, que me supo a pescado un poco correoso, y me atreví con un vino brasileño, pero no pude terminar la copa. ¡Qué cosa más mala!
La siguiente parada fue en el Pantanal, uno de los humedales más grandes del planeta. Para apreciarlo en toda su dimensión te llevan en barca, a caballo, en jeep y de caminata a pie. Tuve la suerte de ver capibaras, osos hormigueros, armadillos, coatís, monos, ciervos y multitud de aves, entre las que me cautivó el tucán, volando detrás de su gran pico. Aunque los guías van siempre armados con sus machetes, los cientos de jacarés (caimanes) a los que te puedes acercar a escasos metros no me parecieron peligrosos.
Quizás es que la escala de peligro de estos paisanos sea diferente a la nuestra. Nos ofrecieron bajar por el río en neumáticos de camión, pero como no estábamos muy motivados, nos lo cambiaron por la pesca de la piraña… ¡en el mismo sitio donde nos teníamos que haber bañado! Y no veas cómo picaban. En media hora saqué siete, y por la noche las cocinaron. No estaban nada mal. Lo que sí fue terrible fueron los mosquitos. Picaban hasta por encima de la ropa. Aquí aprecié otra definición de infinito: la cantidad de mosquitos que te rodean al atardecer.
Al pescar pirañas hay que tener cuidado con meter el dedo en la boca, aunque estén muertas. El músculo puede moverse automáticamente y llevarte una sorpresa. En el vídeo puedes ver cómo el corazón sigue latiendo a pesar de estar fuera del cuerpo.
Como venía siendo habitual, el control de pasaportes de Brasil estaba cerrado cuando llegamos para cruzar a Bolivia, así que tocó hacer noche en la frontera. Elegimos pasar a Bolivia a dormir allí para así averiguar los horarios de los buses, y volver a hacer los papeles al día siguiente. Curiosas fronteras estas. Al día siguiente tocó hacer cola en ambas y prestar atención a que te pusieran el sello adecuado, pues sólo hay una ventanilla para entradas y salidas, y si el funcionario está despistado puedes salir con el sello equivocado.
Bolivia ya es otro mundo. A pesar de la mejora en las carreteras, la calidad de los autobuses baja varios peldaños, y el polvo se convierte en tu compañero habitual de viaje. La llanura del paisaje se altera al llegar a la serranía de Santiago, señal de que llegábamos a Chiquitos, una de las razones por las que habíamos tomado esta inusual ruta. En esta zona los jesuitas fundaron misiones con los indígenas, pero con la particularidad de que no quedaron abandonadas tras la expulsión y el legado arquitectónico y parte de la organización social han llegado hasta nuestros días.
La vida transcurre tranquila en estos pueblitos, con la mayoría de calles sin asfaltar. Las casas están porticadas y apenas hay coches aparcados. La tradición musical que los jesuitas trajeron hace más de doscientos años sigue presente, y cada pueblo tiene una orquesta de viento y un coro especializados en música barroca. Cada dos años se celebra un festival internacional en el que se toca la música de las partituras del siglo XVIII que se encontraron al restaurar las iglesias, y que dan idea del nivel cultural al que se llegó en las misiones.
Las iglesias son de una belleza única. No conozco otros templos de estas características. La mayoría son obra del jesuita suizo Martin Schmid, pero parte del mérito de que hoy las podamos disfrutar se debe a la labor del también suizo y exjesuita Hans Roth, que llegó en 1972 para una estancia de seis meses, y acabó quedándose el resto de su vida, dedicado a restaurarlas con ayuda de la comunidad local.
La primera que visitamos fue San José, la única construida en piedra. Luego fuimos a San Rafael y Santa Ana, donde se encontraron las partituras, y que todavía tiene parte del trazado urbano de la época jesuita, además de un órgano de la época en perfecto uso. San Ignacio y Concepción completaron el recorrido, sin que pueda decidirme por cuál es la que más me gustó.
El transporte no fue fácil. Sólo un autobús por día comunica las misiones, levantando el polvo rojo de la carretera en medio de un mar verde. Al acercarse a alguna casa pitaba para avisar de su llegada, como si se tratara de un barco. En alguno de los buses las pulgas se cebaron en mi piel blanquita y durante días he tenido que lidiar con las picaduras. Son cosas del viaje, de las que no salen en las fotos.
De vez en cuando se montaba algún menonita en el bus, llevando sus productos a vender al pueblo más cercano. Los que están por estos lados no son tan modernos como los del Chaco, y visten con petos, ellos, y traje de época, ellas. No pueden usar la electricidad y se mueven en coches tirados por caballos, con los que se acercan a aprovisionarse a las aldeas. Pero no todo es tan idílico como parece. A pesar de no tener televisión y no estar influenciados por la publicidad, los carritos volvían llenos de coca cola a sus colonias, y algunos usaban el teléfono móvil, aunque tengan que salir a cargar la batería a los poblados indígenas de al lado. Es difícil resistirse al progreso.
Fantásticas la crónica Nacho, evidentemente tenían que conocer el Chaco. Ya me diste ganas de ir a Bonito y lograste mortificarme porque no fui a San José de Chiquitos cuando estuve en Santa Cruz el año pasado. Las puertas del Paraguay siempre abiertas para ustedes. Cuídense.
Chicos, ya vemos que seguís recorriendo mundo… ahora por tierras colombianas… Estamos cerquita, en Ecuador, pero vamos de bajada… Tendre,os que coincidir en Calanda…:)
Un abrazo
Gerard y Marta