Norte de Uzbekistán, lo que el agua se llevó
Cuando en el colegio estudiábamos Asia en clase de geografía, había dos ríos parecidos que desembocaban en el Mar de Aral. Me hacían gracia los nombres: Amu-Daria y Syr-Daria. Uzbekistán ha basado su agricultura en estos dos ríos desde tiempos inmemoriales. Un territorio desértico atravesado por un río genera un oasis verde a sus orillas, pero es un equilibrio delicado. Si se rompe, el desierto está al acecho y no perdona. El norte del país lo viene pagando caro.
El Amu-Daria nace en las lejanas montañas de Pamir con la suficiente energía como para atravesar el desierto y llenar de vida sus orillas. Las civilizaciones han crecido a su vera, pero también han desaparecido cuando ha dejado de fluir. Urgench es un ejemplo de ello, pues la antigua Urgench, en el actual Turkmenistán se abandonó cuando el río cambió su curso, y se construyó una nueva donde los caprichos de la naturaleza decidieron que el río fijara su nuevo cauce.
Al acercarse a su desembocadura en el Mar de Aral, el río formaba un fértil delta que sirvió de cuna de numerosos reinos locales a lo largo de la historia. Cuando tras una guerra el enemigo destruía los sitemas de regadío, la ciudad afectada había firmado su sentencia de muerte. El verde dejaba paso nuevamente al desierto, reajustando el equilibrio perdido. Hoy todavía pueden verse los restos de algunas ciudades abandonadas hace 1500 años. Fundamentalmente son las murallas de adobe, encaramadas en colinas, que parecen desacerse como chocolate fundido poco a poco. Cuesta creer al verlas, rodeadas de desierto, que en su día fueran el centro de referencia de la zona. Son una buena excursión para cambiar de aires de tanta medersa desde Khiva.
Alguno de los castillos se recorta en el horizonte sobre el verde moteado de blanco de los campos de algodón, y la imagen no es tan dura. Ahora es la época de la recolección y los campos están llenos de cuadrillas de trabajadores, con mucha vida. Es bonito ver las montañas blancas sobre el verde de la planta. Los soviéticos decidieron que el país se conviertiera en el segundo productor mundial de algodón, y no escatimaron esfuerzos para hacerlo. Hicieron que el agua del Amu-Daria regara zonas de desierto para aumentar la producción, sin haber aprendido la lección de lo que pasa al romper el delicado equilibrio.
Monyaq era el puerto pesquero del sur del mar de Aral. Todo iba bien hasta que el agua utilizada para el algodón dejó de llegar al mar. Con menos aporte de agua, el nivel del mar comenzó a descender y el agua empezó a alejarse de la orilla. Hoy la orilla está a 150 kilómetros de donde estaba, y ya no hay peces en el lago por la elevada salinidad. Más que mar, habría que llamarlo Lago de Aral.
Yo quería verlo con mis propios ojos, pero desde Khiva el viaje era una paliza. Adriana fue más inteligente y se ofreció a quedarse esperando con las mochilas mientras yo iba y volvía. Los 400 kilómetros a través del desierto se hicieron eternos pues hube de combinar 3 transportes distintos. El último, el bus de Nukkus a Moynak, es para contarlo. Llegué a la estación justo cuando salía, así que me metieron en el único hueco libre, el espacio que tenían que dejar para que la puerta de atrás se cerrara. El resto eran cajas de fruta, sacos con legumbres, y gente, mucha gente.
Cuando una señora se bajó, el cobrador me vino a rescatar pues yo era la atracción de feria del grupo de borrachines que estaban apiñados detrás. Al llegar delante tuve que aprender a jugar al tetris con el resto de pasajeros que íbamos de pie, ya que brazos y piernas iban entrelazadas para intentar encontrar algo de estabilidad. Durante casi una hora fui haciéndo de mochila a una señora, que en otras circustancias me hubiera soltado un bofetón. Pero no había otra opción. Sólo cuando alguien se apeaba, nos bajábamos para que saliese, estirábamos un poco los músculos, y volvíamos a subir para buscar la posición. Así 4 horas.
El Amu-Daria ya no desemboca en el Aral. Desaparece antes. Apenas llega un canal que lleva algo de agua. Los barcos de su otrora pujante flota pesquera yacen oxidados en el fondo de lo que era el mar y que ahora es una extensión más del desierto, jugando a navegar entre las dunas, como si fueran olas de arena. Como para reafirmar la desgracia, en la casa de huéspedes de Moynaq, como en todas, no había agua corriente. Es un lugar que acabará convertido en pueblo fantasma, como las antiguas ciudades del delta. Una historia que se repite, sin que los humanos aprendamos de nuestros errores.
Lo bueno de la historia es que al tener la familia una boda y ser el único cliente de la casa de huéspedes, tuve la suerte de que me llevaran con ellos. Allí me acogieron como si fuera de la familia, mostrándome la hospitalidad de la gente de Karakalpakstán, que es como se llama esta parte del país, con lengua e identidad propia. Logré evitar que me emborracharan, el juego preferido con los extranjeros, pues al día siguiente me esperaba el viaje de vuelta. Por suerte logré asiento, pero había que seguir jugando al tetris, esta vez con las piernas y los paquetes. Sin contactos impropios, eso sí.
Navegando en la arena
Hola Nacho. Acabo de escucharte en Aragón Radio. ¡Qué grande eres! Mucha suerte en tu «viaje grande», el de la vida. Un abrazo.
Siempre me ha llamado la atención la historia del mar de Aral, de como los hombres nos empeñamos en destruir la Tierra para aumentar nuestro poder. Nacho, seguro que merecieron la pena esos 400 km de más (y la vuelta)para disfrutar de esos paisajes desoladores y de la amabilidad de esas gentes.