El Kurdistan turco; viajando en ramadán.
Llegar a Sanli-Urfa es como entrar a otra Turquía. Las influencias de oriente medio se dejan sentir en las gentes y en los bulliciosos bazares, y el ramadán se hace presente ya que hasta ahora prácticamente ni lo habíamos notado. Encontrar otros occidentales se hace raro, y la gente muestra curiosidad al verte. Los pantalones de tiro bajo típicos de turquía son de uso común entre los hombres, que lucen orgullosos bigotes y barbas de cinco días sobre pieles curtidas por el sol. Las mujeres visten su característico pañuelo morado. Estamos en territorio kurdo, y lo muestran con orgullo.
Urfa es una ciudad más que trimilenaria, que se pelea con otras de las cercanías por el mérito de ser la más antigua de la zona. No en vano aquí nació Abraham y su fé fue puesta a prueba por el malvado, como demuestran las mezquitas de Golbasi, con sus idílicos arcos. También fue en Urfa donde Job perdió posesiones, familia y salud por no querer adorar dioses paganos. Sus devotos pueden visitar la cueva donde perseveró en su fé durante siete años hasta que el señor le restituyó lo perdido, y tras golpear el suelo hizo brotar un manantial que le devolvió la salud. Esa agua todavía es bebida por peregrinos que buscan su paciencia o recuperar la salud.
Como ambos personajes pertenecen también a la tradición islámica, la ciudad es destino de peregrinos que le confieren cierto carácter conservador. Por eso, durante el mes de ramadán las calles están a medio gas durante el día, se paran completamente al atardecer y renacen con energía por la noche. La razón es simple. Después de estar todo el día sin que ningún alimento entre por la boca, cuando se acerca la hora del iftar, la rotura del ayuno, todo el mundo quiere estar cerca de un plato de comida.
Unos prefieren tomar posiciones en los chiringuitos que abren al atardecer, y esperan pacientemente con la comida servida a que el canto del muezín o el cohete anuncien que ya se puede comer. Primero atacan el agua, merecida recompensa tras un día de calor terrible, y luego le toca el turno a las viandas. Pocos hablan. Sin embargo otros prefieren acudir a casas o tiendas de amigos, y comer en grupo. Lo que es seguro es que si te ven pasar te invitarán a que te acerques y compartas con ellos. Y mientras tanto nadie circula por las calles. Es como si todo el mundo estuviera viendo la final del mundial.
Cuando ya se ha llenado el estómago llega el momento de tomar té en las terrazas al aire libre, en las que los hombres juegan al dominó, o una especie de rabino con fichas de plástico. Otros sin embargo tienen que ponerse a trabajar, pues durante el día los trabajos físicos se ralentizan. Entre los actos culturales que se organizan, tuvimos la suerte de ver un espectáculo de derviches, ofreciendo sus giros a dios bajo la repetitiva música sufí.
Debemos a Iñaki y Marian, que venían con sus hijos Aitor y Ander desde el kurdistán, el haber descubierto esta perla inesperada de Urfa y Mardin, nuestro siguiente destino. Agarrada a la ladera de la roca donde se alza el castillo, las casas de Mardin están construidas con piedra dorada, ricamente esculpida, salpicadas por centenarias mezquitas y por iglesias cristianas. El jabón de múltiples colores y olores es el protagonista de animados bazares, comunicados por zizagueantes callejones que dejan ver de cuando en cuando la inmensa llanura que abajo se extiende hasta mesopotamia. Es una vista impresionante que por la noche, con las luces de los pueblitos titilando en la lejanía, da un punto romático a las terrazas de las cafeterías. Sólo hay un pequeño problema. Las mujeres, ni están, ni se les espera. Es territorio bigote.
El modo de vida tradicional no ha cambiado, y en algunos aspectos me recordaba a Sana, la capital de Yemen, también anclada en el pasado. Ante la escasa afluencia de turistas, los hoteles han optado por especializarse en el «butik otel» con lo que los precios no son aptos para mochileros. Tras mucho negociar, logramos que aceptaran que nos metiéramos los dos en una habitación individual, para que nuestro presupuesto no se fuera al traste.
Ya nos habíamos adaptado a viajar con el calor agobiante. Si estábamos en la ciudad nos refugiábamos en el hotel a dejar caer las horas más fuertes. Si teníamos que viajar, esperábamos a que el aire acondicionado de los autobuses las hiciera más llevaderas, mientras nos entreteníamos con las pantallitas de televisión individuales de los asientos. Las opciones a elegir iban de juegos a películas, pasando por música o la cámara que te muestra lo que ve el conductor. Casi como ir en avión, azafatos que te sirven bebidas incluidos. Pero todavía teníamos que pillarle el punto al ramadán.
Hasankeyf, un pequeño pueblo a orillas del Tigris, junto a unos acantilados que cortan las respiración, fue nuestro siguiente destino. Si en Mardin encontrar algo abierto a mediodía para comer era difícil, aquí era imposible. Y lo mismo para desayunar. Comprendimos tarde que los tambores que suenan a las dos y media de la mañana son para avisar a la gente que se levante a comer algo antes de que salga el sol. Cuando nos levantamos a desayunar todo está cerrado. Así que toca comer y desayunar galletas de la tiendita de la esquina. Menos mal que Adriana es para esto muy organizada y nunca estamos sin reservas de emergencia por si acaso.
Los cortados que el río ha excavado durante siglos se fueron agujereando poco a poco para satisfacer las necesidades de los lugareños. El aspecto recuerda un poco a Capadocia, pero aquí la erosión ya ha derribado muchas paredes. Una alfombra colgando de un hueco a 20 metros de altura nos indica que allí hubo una habitación de una casa que se despeñó. Pero la naturaleza no entiende de clases sociales. Del palacio, construido en la cima más alta, bajaban unas escaleras talladas en la roca, pero ahora a mitad de camino se quedan colgando en el vacío.
La vida aquí transcurre de la misma manera que hace años. Los niños juegan en la calle, se pelean, y cuando un mayor acude a separarlos, les da un coscorrón a cada uno y nada pasa a mayores. El niño de la casa es el encargado de hacer los recados de la casa, y lo hace sonriendo. Como estamos en vacaciones escolares es normal que los chicos ayuden en los negocios familiares, y en un autobús el cobrador que iba colgado con medio cuerpo fuera, vociferando el destino, no tenía más de 10 años. Aunque muchas veces los pastores también son niños, tuvimos la suerte de despedir el día con la voz profunda de un adulto que recogía las cabras por uno de los espectaculares cañones que delimitan Hasankeyf.
Ya empiezan a verse preciosas fotos y crónicas. Mucha suerte y que os siga yendo todo muy bien, os sigo siguiendo 😉 con la web
Abrazos
Nacho! El articulo es fascinante y las fotos ni se diga! Que rico que puedan disfrutar d esas vistas y experiencias! Muchos besos y cuidense!
Great Article! Thank you!