De costa a costa. Goa, Hampi, Chenai
En el universo de los mochileros, Goa es sinónimo de playas paradisíacas en las que descansar de la intensidad de India. Tras varias semanas recorriendo este inmenso país llegaba el momento de tomarse unas vacaciones y dejar pasar el tiempo mirando al mar turquesa sin preocuparse de qué autobús coger, o de si habrá sitio en el tren.
Llegar no fue sencillo. No siempre hay trenes que hacen el recorrido que uno quiere, así que a veces toca volver a coger autobús, y reencontrarse con botes, hacinamiento y adelantamientos por los pelos, para acabar en estaciones perdidas (aunque con miles de indios). Eso complica las cosas, pues una vez que te alejas del circuito turístico occidental todo está en hindi y cuesta comunicarte en inglés. En los restaurantes no hay manera, ni con guía de conversación ni sin ella, de que entiendan que no quieres picante en tu plato. No les cabe en la cabeza. Para ellos pedir comida sin picante es como para nosotros pedirla sin sal, por eso les extraña tanto que acaban poniendo algo de picante. Yo ya he llegado a creer que las sartenes tienen un fondo de picante metido en el metal que acaba saliendo aunque no le echen. Sin embargo para el tema vegetariano son más cuidados. En algunos restaurantes hay dos cocinas, y dos zonas de mesas diferenciadas, para garantizar que la carne no toca nada que un vegetariano se vaya a comer.
Al llegar a Goa me llamó la atención ver cómo la devoción hindú se había sustituido con mucha naturalidad por la devoción católica, con todos sus santos. Es como si en el fondo las dos religiones les aportaran cosas muy similares a los fieles, más preocupados de encender la vela al santo y de ponerle una guirnalda, que de las diferencias que debaten los teólogos. Al igual que los templos hindús, las iglesias estaban llenas. Es el resultado del pasado colonial portugués, que todavía puede sentirse al pasear por la vieja Goa, con sus majestuosas iglesias, algunas decoradas con una sorprendente maestría. La más visitada es la iglesia de Bom Jesus donde descansan los restos de San Francisco Javier.
No pude disfrutar la visita todo lo que hubiera querido. Ese día hacía un calor infernal, y sudé dos veces el volumen de líquido que bebí. Me acorde entonces de cómo en Leh, en el Himalaya, veía a indios comprando gorros y guantes que yo no necesitaba. Pensé entonces que algún día se volverían las tornas. Ahora ellos estaban tan tranquilos mientras yo me bañaba en sudor. Sabía que esto iba a pasar y pasó. Al menos sólo fue un día, y un buen baño marino al atardecer restableció la temperatura adecuada del cuerpo.
En la costa pueden visitarse varios fuertes portugueses también, pero sin duda el mayor atractivo son las playas. Las hay para todos los gustos. Si tengo que recomendar, me quedaría con Palolem, en el sur. Tranquila y bonita, con agua cristalina y cabañas entre las palmeras a pie de playa. Eso sí, no hay que extrañarse si uno se da la vuelta en la toalla y se encuentra una vaca mirándole de frente. O si ve a las mujeres indias bañándose con el sari junto a extranjeras en bikini.
Tras recargar las pilas fuimos al interior, a Hampi, otra de esas ciudades que fueron capital de un reino que se desvaneció, pero que dejó restos impresionantes de cinco siglos de antigüedad. La zona ya tenía su fama, pues cuenta la leyenda que por aquí nació Hanuman, el dios mono que ayudó a Rama en la épica Ramayana, y que como es de esperar tiene su templo antiguo en la cima de la colina. La zona se popularizó para los turistas porque uno de los templos, además de ser precioso, tiene unas columnas que al ser golpeadas suenan produciendo distintas notas musicales. Pero lo de siempre, los miles de visitantes las estaban destrozando, y ahora han prohibido acercarse a esa parte, con lo que ya no se puede oír la música. De todas maneras el entorno de bolos graníticos da un paisaje casi daliniano a las ruinas.
Como no te dan mapa, lo mejor que se puede hacer es coger una bici y perderse. A nosotros la suerte nos llevó a un templo donde se estaba celebrando una boda. Los novios, entraditos en años y más serios que lo habitual en nuestras celebraciones, estaban siendo refrotados con ungüentos y arroz por la cabeza mientras los invitados daban buena cuenta de la comida servida en hojas de banano en una de las estancias con columnas, pasando completamente de los recién casados.
Uno de los templos, el de Virupaksa, sigue en uso para los habitantes que viven entre los soportales centenarios de lo que fue uno de los mercados de la antigua ciudad. Y han desarrollado una curiosa forma de captar donaciones. Un elefante te bendice poniendo la trompa en tu cabeza, previa recolección con la misma trompa de la moneda que le das al templo. Y los que no dan moneda, le dan plátanos, con lo que reducen los gastos de alimentación. Hay que ver la maestría que pueden llegar a tener estos animales con la trompa, que más parece una quinta mano, que la protuberancia nasal.
El tren de Hospet a Guntakal iba a reventar. Cuando arrancó hubo que tirar del freno de emergencia pues unas turistas no pudieron bajarse del tren arrastradas por la corriente de gente que subía. Esa es una cosa que me hace gracia de los indios. Cuando se trata de subir o bajar de un tren o autobús, lo hacen sin piedad con el vecino, como si el último tuviera que pagar lo de todos. Pero una vez que arranca todos se aprietan para que nadie vaya incómodo. Si ya iba lleno al salir de Hospet, en la siguiente parada subió muchísima más gente. El pasillo estaba abarrotado, y casi no hacía falta agarrarse, pues la gente estaba aprisionada. Pues aun así, los vendedores ambulantes logran abrirse paso entre la aglomeración humana. Y lo que es mejor, que tras 15 minutos de marcha, la gente había encontrado acomodo y el pasillo estaba despejado. Eso sí, en los asientos para tres personas podía haber cinco o seis. Y en seguida se entablan conversaciones de toda la vida con lo que hace unos minutos eran desconocidos.
El periplo de costa a costa terminaba en Chenai, la antigua Madrás. En esta parte se notan muchas diferencias con el norte de India. Los rasgos de la gente son más africanos, con narices más anchas y pelo más rizado. Son más conservadores y el porcentaje de mujeres con sari es mayor que en el resto del país. Los hombres van con lungi, una pieza de tela enrollada a la cintura en vez de pantalón. Y no es raro ver a mujeres con el pelo casi rapado, pues se cortan la melena y la dan en ofrenda al templo, cosa que no había visto en el norte. Son Tamiles, con lengua propia, cuya escritura es con caracteres de trazos más circulares que el hindi, pero igual de incomprensible para nosotros. No hay manera de reconocer los destinos de los autobuses con estos abecedarios.
Chenai no tiene un atractivo turístivo especial, aunque la parte colonial inglesa está llena de vida, con algunos edificios curiosos. Para los amantes de las tumbas, aquí está enterrado el incrédulo apóstol Tomás. Pero las cosas más interesantes están en los alrededores. Me encantó Mamallipuram, que con sus templos esculpidos de bloques monolíticos de roca, templos cueva y relieves tallados en la ladera de la colina es una entretenida y tranquila escapada del bullicio de la ciudad.
Pero si guardo un grato recuerdo de Chenai no fue por sus monumentos, ni por ser la primera estación de tren en la que los carteles informativos funcionaban y tenía papeleras. Es porque Pablo, Elena y Lola, aragoneses que trabajan allí, nos acogieron en su casa y nos dieron calor de hogar, tan reconfortante cuando uno lleva meses de viaje. No importaba que las calles estuvieran inundadas por el monzón. Teníamos un techo. La tortilla de patata, longaniza, jamón y demás embutidos aportaron el combustible para seguir el viaje con energía renovada.
excellent pics !!