De camino al Egeo por Milán
Más que el destino a mí lo que me gusta es el viaje en sí. Desplazarme del punto A al B y lo que pase por el camino es tan importante como el llegar. De ahí salieron las primeras rutas overland antes que empezara a escribir el blog y, heredera de todas ellas, la vuelta al mundo sin avión, con la que se inauguró nosvamosdeviaje.com. En este caso el camino al Egeo no fue directo y mereció la pena hacerlo así.
Desde que comencé a viajar por Europa siempre había querido visitar el Duomo de Milán, pero nunca se daba la oportunidad. Jugando con las conexiones de vuelos low cost desde Zaragoza salía más barato volar a Atenas vía Bergamo desde casa, que hacer el manido viaje a Madrid o Barcelona y volar desde allí. Ésta era la ocasión buscada. Una incomprensible oferta de 9 euros ida y vuelta desde el aeropuerto de Bérgamo a la estación de trenes de Milán me acabó de convencer.
Qué maravilla viajar así. Terminas de trabajar y te vas al aeropuerto como un señor a coger el avión con 45 minutos de antelación. Hasta el aeropuerto de Zaragoza me pareció más internacional. Tras pasar el control de seguridad tienes que atravesar una pequeña tienda antes de llegar a las puertas de embarque. ¡Casi que es una versión mini de un dutyfree! ¡Qué nivel! Y al ir a despegar tuve que hacer cola detrás de un jumbo de carga de Korean Air mientras dos cazas militares aterrizan sin inmutarse. Cola para el despegue en Zaragoza. ¿Pero qué es esto? Si parece un aeropuerto de primer nivel.
Ya que iba con tiempo me acerqué al centro de Milán paseando por el comercial Corso Buenos Aires donde algunas señoras descansaban en los bancos rodeadas por hasta 18 bolsas de compras. Contadas. En algún despiste, pudo ser que el virus del consumismo entrara en mi organismo y, en el tiempo que mi sistema inmunitario tardó en anularlo, me llevó al famoso triángulo dorado donde se concentran las tiendas más chic de Milán.
Conforme entraba en la empedrada Via della Spiga mi cara iba mostrando un asombro creciente. Es una calle semi-peatonal en la que algunos cochazos de cristales tintados esperaban mal aparcados sin miedo a las multas. Las tiendas, enormes y aparentemente vacías, tenían un fornido portero vestido elegantemente junto a la puerta. Detrás, un nutrido grupo de dependientes estaban listos para atender al cliente que pague con sus compras los costes del local y sus salarios.
He de reconocer que me quedé deslumbrado por el lujo. Nunca antes había visto tan de cerca lo que puede ser gastar cantidades desorbitantes de dinero en cosas que pueden hacer su función por mucho menos. Los escaparates son sobrios y no hay grandes anuncios de ofertas pues claramente el precio no es el reclamo para que se acerque el cliente. Si acaso los ponen en el escaparate, los precios están en carteles más bien recatados.
Curioseé un poco los escaparates y los traduje a la escala viajera. En Corneliani -no conozco la marca, pero deduzco que tendrá su aquel- un traje costaba 3650 €. Si le sumas el reloj Porsche de la tienda de al lado (10500 €) tienes suficiente dinero para dar la vuelta al mundo. Al doblar la esquina un anillo se vendía por 18000 euros. Alguien se puede gastar de una tacada lo que yo puedo traducir en estar año y medio de viaje. ¡No quiero ni imaginar lo que puede gastar este tipo de clientes en viajar un mes!
El caso es que al entretenerme con tanto escaparate llamativo, al llegar a la plaza del Duomo acababan de cerrar la catedral y me quedé sin poderla visitar. Esa fue mi penitencia por tanto acercarme al consumismo: me queda pendiente para volver otra vez. También el “glamour” de Milán tiene su lado sorprendente para el viajero. Frente a las guitarras o el dúo clásico de otras ciudades, junto a los porches de Via Mercati, había un músico callejero tocando ¡un piano de cola! Otra vez se me trastocaron los planes y cambié el famoso aperitivo milanés por polonesas de Chopin, con el Duomo de fondo.
Al día siguiente tocaba el vuelo a Atenas. Al despegar del aeropuerto de Bérgamo la vista aérea es muy impresionante. Ves cómo los Alpes, prácticamente a tus pies, se convierten en una inmensa llanura en la que serpentean los ríos. Al llegar al mar los sedimentos juegan con las corrientes y dibujan nubes en el azul del Adriático. Las dos horas del vuelo se me pasaron sin enterarme y casi sin darme cuenta ya estaba disfrutando con la vista aérea de la aglomeración urbana de Atenas expandiéndose desde el Pireo.
Otra de las razones para no haber volado directamente a las islas era encontrarme con Matina y Zacarías en Atenas. Celebramos el reencuentro en una taberna (Otra escala) perdida en el Pireo en la que los lugareños parecen olvidarse de la crisis (y de las normas, pues aquí fumaba todo el mundo). Parecía que no me hubiera movido de España. A pesar de estar tan lejos, los griegos y los españoles tenemos muchas cosas en común. Somos igual de bulliciosos, y el idioma tiene el mismo ritmo tonal. En medio del follón lograron convencerme de que desde Mykonos fuera a Chios y luego a Efeso y empezara así el viaje que os he contado en las crónicas anteriores.
Los platos me resultaban familiares: madejas, hígado, costillas, vieiras, moluscos tipo mejillones… y mucho raki (aguardiente local) y vino blanco para acompañar. Como si fuera una boda… griega. Al rato llegó un hombre de pelo cano y sacó su bouzouki (y su tablet para leer las letras) y se puso a animar la velada con auténtica música rembetika. Los lugareños se animaban a bailar y cantar. Todo un lujo que sólo puedes disfrutar cuando los locales te enseñan las entrañas de su ciudad. Gracias Matina y Zacarías.