Angkor
Siem Reap es una isla irreal en Camboya. Es una ciudad que ha crecido alrededor del turismo que llega en avión para visitar Angkor, y que ofrece un buen descanso para los que llegamos por las insufribles carreteras. La casa de huéspedes donde nos alojábamos tenía un suelo elevado de bambú a la entrada, techado y con hamacas, que lo convertía en el lugar ideal para descansar y adentrarme en la lectura de la Historia de la antigua ciudad de Angkor.
La que desde el siglo noveno y durante quinientos años fue la capital del imperio Khmer, llegó a dominar un territorio que incluía grandes partes de lo que hoy es Camboya, Tailandia, Laos y Vietnam. La amplitud de las ruinas, y el precio de la entrada (20 dólares por día) hacían necesaria una buena planificacion de la visita. Según contaban los rumores, un ticket sacado por la tarde te permitía entrar ese atardecer, y todo el día siguiente. Así que los huéspedes canadienses y españoles del Orchidae Guesthouse decidimos dejar el grueso de la visita para mañana, hoy alquilar una bici para ver la ciudad y llegar a las ruinas para ver la puesta de sol.
Al salir de las calles turísticas «la ciudad» se convierte en otro pueblo más de Camboya, con sus casas de bambú y sus templetes a la entrada, amenizado por los pollos que se persiguen y por los niños que te saludan. Es interesante visitar el museo de minas de Aki Ra, un excombatiente con una dura historia personal. Tras presenciar el asesinato de sus padres por los Khmer Rojos fue obligado a unirse a ellos, especializándolo en sembrar minas. Más tarde, se cambió al lado vietnamita para seguir con lo mismo. Una vez terminados los conflictos, en la actualidad utiliza sus conocimientos para desmantelar los todavía numerosos campos minados, y trabaja activamente por la prohibición internacional de tan abominables instrumentos. Los testimonios que se recogen en el museo son sobrecogedores, y la visión de gente coja con muletas por la calle, te los trae a la cabeza a cada rato.
Después de la pedaleada tremenda para llegar hasta las ruinas, empapados en el sudor del trópico, nos encontramos por fin con el Angkor del siglo XXI, alejado del romanticismo que buscábamos con nuestra llegada en bici. El circo para el turismo bullía con cientos de vendedores, niños vendepostales-guardabicis, vehículos y visitantes. Era difícil mantener el contacto visual con el resto del grupo. Para colmo Angkor Wat estaba cerrado para una convención de japoneses, seguramente portadores de alguna ayuda económica., y toda la gente había ido a Phnom Bakheng a ver la puesta de sol, con lo que había cola para subir. Ante semejante demanda, incluso había un globo aerostático que ofrecía la posibilidad de ver el espectacular cambio de colores desde el aire, aunque yo estaría probablemente más interesado en el espectáculo humano que quedaba en el suelo.
Desilusionados decidimos volver antes de que semejante marea de vehículos se pusiera en marcha y nos convirtiéramos en hormiguillas pedaleando por la oscura carretera sin luces. Finalmente el sol se debió sentir abrumado ante tanta gente y decidió esconder el íntimo momento de irse a dormir tras unas densas nubes que aparecieron de repente, en lo que yo interpreté como un guiño de complicidad ante nuestra decisión de abandonar la bulliciosa modernidad y dejar el romántico momento para el día siguiente.
Habíamos quedado con nuestro chófer al alba para empezar la visita. Nunca sabías si el trato verbal se materializaría, pero esta vez tuvimos suerte. Allí estaba nuestra calesa del tercer milenio, con los colores azul y rojo del carrito contrastando con el negro de la moto que hacía de percherón. Coger esta versión camboyana del tuk-tuk tailandés fue todo un acierto. El toldillo nos resguardaba de un sol que caía vertical, y la velocidad generaba una brisa que sofocaba el calor. A veces daban ganas de estar dando vueltas, sin destino, para disfrutar de este aire acondicionado natural y del paisaje de arrozales y gente en su quehacer cotidiano, que hace que el encanto de Angkor no sean sólo las piedras.
Hablar de la visita a las ruinas es difícil. Es una cuestión muy personal que depende de tu estado de ánimo, de la imaginación que le pongas, de la luz»¦ y de los grupos de turistas que te encuentres. Guardo una impresión especial del amanecer en Bayon, donde las impresionantes caras de piedra observaban en un silencio total a la media docena de madrugadores, y del vagabundeo por los pasillos de Ta Prohm, el templo de la jungla, que te transportaba al Angkor original, al de antes de que empezaran las restauraciones.
Puedes pasar horas deleitándote con los bajorrelieves de apsaras, dioses, reyes y batallas. Hay magníficos rincones a los que no llegan los grupos, como la Puerta del Este, en la muralla, donde puedes oír el sonido de la jungla. Y hasta el más insensible se asombra de las caprichosas aportaciones de la naturaleza, como la puerta de Ta Som, donde las piedras y las raíces de los árboles forman un delicioso conjunto.
Angor Wat lo dejamos para el final. La impresionante construcción está repleta de gente durante todo el día, lo que le quita parte del encanto que encuentras en otros lugares menos concurridos. Mientras escalaba a la tercera terraza del complejo, no podía dejar de pensar en lo que pasaría por la cabeza de Henri Mouhot mientras hiciera lo mismo al terminar el día en que redescubrió al mundo occidental las ruinas que la selva había celosamente ocultado durante tantos años. Cuando unos meses más tarde murió repentinamente, presa de una súbita fiebre, y con solo 35 años, pasó a formar parte de las leyendas que acompañan la muerte repentina de tantos redescubridores de civilizaciones perdidas.
Me instalé cómodamente en lo más alto, pensando todavía en cuántos exploradores sin fortuna habrían fallecido en extrañas circunstancias. Probablemente al no tener ningún «redescubrimiento» en su haber al que echarle la culpa, su muerte fue mala suerte, o la consecuencia normal de una arriesgada profesión. Desde mi balconcillo, disfrutaba de una privilegiada visión de las ruinas surgiendo de la jungla, a la vez que era consciente de la verticalidad de las escaleras que había subido. El sol empezaba a descender rápidamente cuando uno de los guardas me indicó que el templo cerraba y que todo el mundo debía ir bajando. No me lo podía creer. Cerraban antes de la puesta de sol.
Pero lo comprendí en seguida. Mucha gente sube, pero a la hora de bajar le entra el pánico, por lo que es mejor que sea de día todavía. Un francés, primero, y una señora china después tuvieron sendos ataques de vértigo, con lo que aproveché el atasco en la única escalera con pasamanos para ser el último en bajar y disfrutar en solitario del vertiginoso cambio de colores, con los gritos de pánico en chino como único sonido de fondo.
He de decir que partía con una reticencia personal a ver más piedras. Las últimas grandes ruinas visitadas, esas con fácil acceso para autobuses que «no te puedes perder», no habían cubierto las expectativas. Todo país quiere tener un reclamo turístico internacional, pensaba, así que visitaba Angkor porque estaba en mi camino. Pero a mediodía ya estaba enormemente sorprendido, y para el final del día estaba seguro que acababa de visitar uno de los restos arqueológicos que más me han gustado. Pensé en volver al día siguiente, pero segundas partes… El destino del viajero es que tiene que seguir adelante aunque se encuentre a gusto, pues si no, se niega nuevos paisajes como ese que le quiere retener. Tailandia me esperaba a la vuelta de la esquina, y quedaba atravesar el lago Tonlé Sap.