Estepa Mongola
Las carreteras en Mongolia se podrían clasificar en asfaltadas o sin asfaltar. Quizás la clasificación sería mejor si dijéramos con agujeros o sin agujeros, pues es lo que determina la velocidad del coche. Una vez que entras en las praderas, puedes trazar una paralela al camino y evitar los molestos baches, siempre que lleves un buen vehículo y un buen guía-conductor que sepa orientarse en las marañas de caminos que se entrecruzan. Nosotros tuvimos suerte, ya que el duo formado por Boggi, nuestro guía, y su vieja furgoneta rusa UAZ funcionaron de maravilla, a pesar de tenernos que comunicar con gestos.
Al salir de Ulaan Baatar, te encuentras con interminables praderas sin cultivar, donde la luz cambiante hace que el pasto pase de verde a marrón y, más tarde, a rojo. Sobre el horizonte, el ganado pasta plácidamente y los gers dispersos nos recuerdan que estamos en territorio nómada. De repente un rebaño de ovejas me transporta a Calanda, el pueblo de mi infancia, pero hay algo diferente. Aquí el pastor va a caballo y es quien, con una larga pértiga, agrupa las ovejas, dejando al perro guardando el ger. Se dice que los mongoles son capaces de vivir sobre su caballo. Son animales más bajos que los nuestros, pero fuertes y muy bien domados. Es asombroso cómo los jinetes al galope compiten recogiendo objetos del suelo.
La hospitalidad mongola es otra de las características del país. Al ser invitado a entrar a cualquier casa, empieza un agasajo que suele acabar en comida. Al menos es lo que nos pasó a nosotros cuando fuimos a pedir agua a un ger; varias horas después, al salir, nos habían dado de comer y la niña pequeña nos había dejado boquiabiertos con un espectáculo contorsionista.
Primero va el té salado, de sabor difícil al principio, pero que acaba enganchando, para continuar con el airag, bebida ligeramente alcohólica de leche fermentada de yegua. En el caso de que algún recipiente quede vacío, es rellenado rápidamente. Y luego vienen los buuz o especie de empanadas hervidas, y demás platos de carne. A veces, uno se siente agobiado ante tanta hospitalidad. No quieres quedar mal y como la comunicación es difícil sigues comiendo lo que te den, aunque te gustaría decir que estás lleno y que quieres ir a dar un paseo, o simplemente saber si, cuando te insisten en que comas el último plato que sacaron, es porque es su costumbre insistir o porque se enfadarán si no lo haces. ¡Qué fustración no poder comunicarte! Me moría de ganas de preguntarles para qué tenían tres televisiones en el ger, que sólo tiene una sala.
Para dormir acampábamos, y tuvimos la suerte de dar con lugares increíbles todas las noches. Además, la luna llena nos acompañaba en las hogueras donde repasábamos el día, o intercambiábamos historias viajeras. Las praderas de Karakorum, la antigua capital imperial de Gengis Khaan, el Gran Lago Blanco con sus árboles amarillos, las dunas Mongol Els, antesala del Gobi»¦ En los amaneceres, los colores irreales desaparecían a medida que el sol empezaba a calentar. Los gers humeantes indicaban que empezaba un nuevo día, y pronto los pastores se acercaban a ver con curiosidad nuetro pequeño campamento. Podíamos comunicarnos a través de sonrisas. No sólo pudimos montar a caballo. Un día montamos en yak, el bóvido del altiplano tibetano, y otro día en camello bactriano, el de dos jorobas.
El grupo de gente fue otra de las cosas que podré recordar para siempre. Siete personas de cinco países sin ganas de que se acabe el viaje, señal que indica, en otros casos, estar hasta la gorra. Pero hay que proseguir. De vuelta hacia Ulaan Baatar, aumentan el número de motos y disminuye el de jinetes, signo inequívoco del»progreso» que avanza y que arrastra a estos nómadas a la vida en ciudades. Sin embargo hay cosas que no cambian. Camino de China en el tren me reía solo al recordar una escena. La carretera asfaltada en medio de la pradera dejaba a la izquierda un «ovoo» (apilamiento de piedras con significado religioso shamánico, y que hay que pasar por la derecha). No hubo problema. Boggi redujo la velocidad y dejó la carretera para tirarse campo a través y pasarlo, dejándolo a la derecha, y luego volver al asfalto. Me sonreía. Entonces, al mirar por la ventana del vagón, me di cuenta de algo que había echado en falta en todo el viaje: vallas. A los lados de la vía del tren, dos alambradas marcan el que puede ser el único límite que se haya puesto a la tierra en este maravilloso país.
Hola! Qué bueno el blog! Recién lo encuentro. Estoy en barcelona pero ya me voy para singapur esta semana y con ganas de hacer el transiberiano!
Me puedo manejar bien con el inglés en Mongolia?
Saludos!
Andi