Ulaan baatar
Si cogía el tren a Mongolia hoy, tardaba ocho horas más que al día siguiente. ¿Cómo puede ser si la vía es la misma? Al llegar a la frontera de Naushki y esperar durante 281 minutos, empecé a entender. Todo lo que hicieron fue trasladar el vagón por todas las vías hasta que quedó convertido en un tren de ¡un sólo vagón!. Entre los extranjeros había una cierta preocupación sobre los rumores de que si no tenías un certificado del dinero que habías entrado al país (ninguno lo teníamos), podían querer quedarse el que tuvieras ahora, bajo pretexto que lo hubieras ganado ilegalmente en Rusia. Por suerte el control de aduanas fue suave, y relajamos rápidamente el ambiente riéndonos de los sitios inverosímiles en los que habíamos escondido el dinero por si acaso.
Tras pasar una vaya electrificada, ejemplo de frontera de las que te esperas de niño, por fin entramos en Mongolia. Allí nos esperaba el control de pasaportes más exhaustivo que he tenido. Te hacen hasta sonreír para ver si eres el de la foto de verdad. Y luego, curiosean tu pasaporte si no han visto uno de tu país. Amparados en tanta seriedad, también te intentan vender un seguro de accidentes como si fuera parte de los trámites de fronteras, y eso que tenerlo es requisito necesario para que te den el visado. Pero, si cuela, cuela; todo vale en el marketing moderno. Otros 140 minutos de espera en la parte mongola para formarse el tren, y camino a Ulaan Baatar, donde me reciben a las 5.30 am metiéndome las manos en los bolsillos al bajar del tren. Eso sí que es empezar a trabajar pronto.
No sé si será porque la gente todavía viste el tradicional «del«; porque, a pesar de ser la capital, tenga un aspecto de pueblo grande en el que la gente sigue viviendo en «gers« en los barrios, o por la pose informal de las estatuas, pero Ulaan Baatar te da buenas vibraciones. Puedes pasar de estar hablando con un lama en el monasterio de Gandan, sintiéndote en tránsito hacia la iluminación, a cruzar la puerta de los almacenes del estado y poder encontrar de todo, como una burbuja de consumismo en un mundo anclado en el 1900.
Y no es que tenga muchas cosas para ver, pero el tono naif las hace interesantes. En el museo de Historia Natural, para ser más «ilustrativo», y ante la falta de recursos, en algunas salas tienen cuadros pintados en vez de fotos. Sin embargo, los dinosaurios fosilizados que tienen sí que son de primera. También puedes darte el lujo de tocar meteoritos, o explorar el equipaje del único astronauta mongol, con los tubos de comida incluidos. En el museo de Historia te cuentan la vida de Gengis (Chinggis aquí) Khaan que, aunque le relacionemos con el imperio más grande de la historia china, era en realidad un mongol que ocupó el trono imperial (la historia cambia un poco cuando la cuentan los chinos). También puedes aprender que los peinados sofisticados de la princesa de «star wars», en realidad son peinados tradicionales mongoles de mucho antes de ir a la luna, y que los utensilios domésticos antiguos en exhibición todavía los puedes encontar en uso entre los nómadas.
El hostal donde nos alojamos tenía DVD con cientos de películas piratas. Si a eso le sumamos el tener que buscar gente para compartir gastos en el alquiler de un coche para salir a las
praderas, la cantidad de restaurantes con buena comida (aunque escondidos tras callejones en los que no entrarías a no ser que sea Ulaan Baatar), entonces no es de extrañar que los días se pasen sin enterarte.
Una buena alternativa a tanta película de Hollywood es ir a ver el espectáculo folclórico del teatro del parque. Si los bailes de máscaras de los monjes tibetanos o la contorsionista no te sorprenden (es difícil que no se te escape alguna exclamación), cuando oyes el «˜»™canto de garganta»™»™ todo el auditorio se reacomoda en los asientos. Sin mover un músculo y ayudado por el violín de pelo de caballo, el cantante pasa del grave más profundo a un sonido agudo, casi irreal, emitido con la garganta y que parece modulado con un sintetizador, para volver a alternarlo con el grave. Si caes por aquí, no te lo pierdas, aunque los días de representación sean aleatorios.
Una buena forma de intuir cómo es el país es visitar el parque de Terelj, a una hora de Ulaan Baatar. Las praderas alternan con rocas caprichosas y árboles, y está salpicado de gers, ofreciendo una síntesis del paisaje mongol. Tuve la suerte de asistir a la ceremonia de marcado de caballos jóvenes de una familia nómada. Fue una fiesta en la que además del ritual del marcado, hubo su preceptiva carrera de caballos. Los jinetes son niños de tres a once años. Al montarse, se transforman en maestros jinetes y galopan a unas velocidades de espanto. Sólo al recoger el premio (dinero con chucherías) dejan esa pose seria y se les escapa alguna sonrisa (o lloro si no están de acuerdo, como niños que son). Por supuesto, a continuación está la correspondiente comilona, marcada también por los rituales. La hospitalidad es increíble y, si no quieres quedar mal, repasas el protocolo para no meter la pata. Hay que recibir las cosas con la mano derecha y hay que probar todo lo que te den. Pero todo en su justa medida porque parece que aquí también se juega a emborrachar al gringo. Menos mal que teníamos apalabrado montar a caballo por la tarde que, si no, no hay quien me deje salir del ger. No sé si ayudado por los numerosos brindis, pero me sentía feliz y afortunado galopando por las praderas como un espíritu libre.