Noroeste de Norteamérica
En Japón se dice que hacer la peregrinación a la cima del Monte Fuji una vez en la vida es de sabios. Subirlo dos veces es de idiotas. Eso mismo pensaba yo cuando empaquetaba la mochila. Había cruzado USA en el ´94 siguiendo las rutas de las caravanas de colonos, y al llegar al Pacífico tardé segundos en buscar un avión para la vuelta, prometiéndome que una y no más. Ahora estaba a punto de volverlo a hacer, bocazas de mí, y sentía una pereza enorme. Sólo el camino recorrido sin avión hasta aquí me dio energía para seguir.
Al llegar a Norteamérica es como si estuviera mentalmente en casa. No hay dificultades de comunicación ni diferencias culturales fuertes. Las mismas tiendas, los mismos restaurantes de comida rápida, las mismas películas»¦ No sé si es porque el final se acerca, pero según como me va el día no le veo aliciente, y ya que tengo que regresar, me gustaría aparecer de repente en España y ahorrarme los días de carretera que me faltan. Por variar un poco pensé en cruzar en tren, pero las frecuencias son horribles, así que no me quedó otra solución que volver a los Greyhound.
Compré el pase para viajar por toda Norteamérica, pero no sabía para dónde tirar. Estaba en la estación de Los íngeles pensando qué ruta seguir. Sabía que quería llegar a Nueva York, pero los caminos que llevan a la nueva Roma son muchos. Me llamaba la atención cruzar por Canadá. Las Rocosas canadienses me eran desconocidas, y ponían un punto de interés en la «mentalidad de regreso». Además podría visitar viejos amigos, y eso sí era un aliciente que merecía los miles de kilómetros extras que mi espalda tendría que sufrir.
La mayoría de los pasajeros del autobús eran hispanos, conductor incluido, y el ambiente parecía centroamericano. Por fin volvía a entender las conversaciones entre los pasajeros que se acababan de conocer y se preguntaban por hijos, familia, o la operación de ojos que uno de ellos acababa de tener. Encontré a la gente más amable de lo que recordaba de la Costa Este. Más cercanos, más personas. Sin el estrés y el cada uno a lo suyo del área de Nueva York. Las veintidós horas del trayecto comenzaron entre campos de viñedos y frutales, pero al despertar entre cabezadas aparecían aeropuertos y alfalfa, y tras mi primera noche en autobús llegué a Oregon.
En Portland me esperaban Tom y Sharon que me hicieron sentir como en casa. Fueron días de descanso, de paseos y de conversaciones filosóficas alrededor de decenas de variedades de cervezas. Y es que uno de los hobbies de la zona es fabricar tu propia cerveza, y cada bar tiene sus propios productos. Además tuve la suerte de coincidir con el festival local, donde se podían degustar más de setenta tipos distintos. Por unos días tuve que ser infiel al ron. También hubo tiempo para la inmersión en los tópicos americanos. Comí comida basura en un partido de béisbol, y al salir de un aburrido show de humor visitamos el típico bar de bailarinas con ambiente sórdido y nombres de cervezas escritos en neón. Era como el viejo «Plata» del zaragozano Tubo, pero versión americana.
Los verdaderos atractivos de Oregon hay que buscarlos fuera de las ciudades. Los amantes de la naturaleza tienen un mundo por descubrir cubierto de verde. Bueno, no todo, porque cerca de la costa te sorprendes al descubrir amplias extensiones de dunas entre los abetos. Al principio pensaba que era nieve, pero no, era arena finísima. Como una playa para ese mar vegetal que lo rodeaba.
Las playas de la zona están llenas de troncos que han llegado flotando. La gente preparaba barbacoas, abrigados en sus jerseys. El agua está helada, y sólo los adolescentes con algo que demostrar se aventuran a mojarse. Cuesta creer que sea el mismo mar que en Micronesia. A los lados de las playas, los acantilados caían verticalmente al océano, con unas vistas espectaculares a pesar de la bruma, y con un sinfín de especies de aves intentando hacerse entender sobre el ruido de las olas que pintan de blanco la orilla.
De los cientos de excursiones posibles, visitamos el Monte St Helens. En los ochenta iba a entrar en erupción, pero sorprendió a todos con una explosión lateral, que como una gigantesca bomba arrasó un área de decenas de kilómetros. Todavía hoy las colinas tienen los troncos secos de los árboles tumbados en la misma dirección, indicando de dónde vino aquel viento de cenizas y agua que acabó con la vida de la zona. Pero la naturaleza sigue su proceso, y las flores alegraban el paisaje que poco a poco va abandonando ese aspecto extraterrestre que sigue a las erupciones.
Vancouver era la siguiente parada. Me sorprendió encontrar una ciudad compacta, al estilo europeo, con la gente paseando por las calles llenas de vida. Un eficiente servicio de transporte público comunica las diversas partes de esta villa asomada al mar. ¿Es Canadá así, o es que Vancouver tiene esta personalidad propia? O es el Noroeste en general el que imprime este carácter. Porque Pórtland tampoco parece una ciudad muy «americana». La gente prefiere no conducir y tomar el tranvía, y es obsesiva en el reciclado. Incluso el carácter es más abierto. Me alegré de haber dado tanta vuelta.
Los hidroaviones conectan sin parar Vancouver con los destinos de la región, volando entre los rascacielos. Aprovechando el verano, los parques están llenos de gente de todas las edades haciendo algún tipo de deporte, con una energía que contagia. No pude evitar alquilarme una bici para visitar el Parque Stanley. A pesar de estar en el centro de la ciudad, en las paradas recargaba energía a base de moras que crecían salvajes. Me hubiera quedado más días, pues Alisson y Al encontraron dónde bailar salsa, y todavía me quedaban muchas cocinas étnicas que probar, pero tenía que seguir viaje.
Comenzaba a cruzar Canadá, y la primera parada iba a ser Banff, en el corazón de las rocosas. Al despertar el autobús circulaba junto a un lago turquesa, enmarcado por montañas altísimas. A partir de ahí el paisaje me tuvo pegado a la ventanilla. Cañones, ríos poderosos, árboles gigantescos y glaciares se iban alternando sin que se me pasara por la mente dar una cabezada y perderme el espectáculo. Al llegar volví a tener una sensación casi olvidada: el frío de la montaña al anochecer. Llevaba dos años sin invierno.
A pesar de la cantidad de turistas, la zona alrededor del Lago Louise es de documental. Al acercarte a los glaciares los ves romper en avalanchas que al fundirse alimentarán los lagos con ese color lechal de las finísimas partículas en suspensión. Siguiendo la tradición alpina, en lo más alto de las caminatas en las rutas más habituales te esperan albergues de madera con un confort inesperado para poder coger energías, en los enclaves más pintorescos. Incluso puedes darte el lujo de caminar sobre el hielo milenario de la lengua de un glaciar. Nuevamente me alegraba de la decisión de haber venido hasta aquí. Merecía la pena.