Por el Río de la Plata y las llanuras de la yerba.
“Los mexicanos descienden de los aztecas y los argentinos descienden de los barcos”. Esta frase, atribuida a Borges (o a Carlos Fuentes según otros), ilustra con gracia la esencia del pasado de las ciudades del Río de la Plata. No sé si será por las oleadas de inmigrantes italianos y españoles, pero lo que es innegable es el aire europeo que tiene Buenos Aires. Paseando por sus calles uno encuentra rincones que le recuerdan Madrid o Barcelona, y no se extraña de que algunos porteños se sientan los europeos de América.
Conocí Buenos Aires por primera vez justo en mitad de la crisis del corralito, apagada, pero ahora Corrientes volvía a resplandecer con sus espectáculos y los precios ya no me permitían cenar en Puerto Madero. Me tuve que conformar con sesiones de café en el Tortoni o en el Dorrego, y con los típicos paseos por la Boca, San Telmo o el cementerio de Recoleta, que más que un camposanto parece una competición de tumbas. Fueron días grises, lluviosos, en los que gracias a la hospitalidad de Teresa pudimos planificar la siguiente etapa del viaje hacia el altiplano. Tomaríamos la ruta complicada, pasando por Chiquitos desde el Pantanal brasileño.
Una noche mi amiga Soco nos llevó a oír tango “a gorra” a un bar, y nos aconsejó que cruzáramos a Uruguay por el Tigre, un pueblito del norte de Buenos Aires desde el que se accede al delta del Paraná. El barco recorre los canales y te permite ver este pulmón verde medio salvaje a tiro de piedra de la capital, antes de salir a las aguas color chocolate del Río de la Plata, al que curiosamente los ingleses acabaron llamando “River Plate” en lo que sería una traducción muy castiza.
La Colonia del Sacramento es un pueblito colonial cuyas calles centrales se han quedado ancladas en tiempo, trasmitiendo una tranquilidad que sólo se ve alterada cuando llega el barco con los turistas que vienen a pasar el día desde Buenos Aires. El resto del tiempo los carros de golf de alquiler están parados y la gente pasea con el termo de agua caliente bajo el brazo, sosteniendo ceremonialmente el mate. Mientras que en Argentina es raro de ver por la calle, en Uruguay el pack de mate parece una prolongación natural de la gente, y la vida pública transcurre entre sorbo y sorbo. Parece una cosa sencilla, pero encierra un conjunto de normas no escritas que darían para un tratado entero, con anexos para las manías de cada uno. Sólo un ejemplo para los que se inicien: no se puede tomar un sorbo nada más. Hay que acabar todo el líquido, hasta que se haga ruido al sorber la bombilla.
El siguiente destino fue Montevideo. A priori la ciudad no tenía atractivos turísticos, y aunque uno se pueda encontrar con Galeano dando un paseo, pues no es el destino que uno elije al venir a Sudamérica. La razón para ir fue visitar a August, al que conocimos en Colombia cuando daba su vuelta al mundo. Y me llevé una grata sorpresa. Tiene ese atractivo de lo decadente y parece una ciudad agradable para vivir, repleta de librerías con cafés. De momento los turistas la ignoran, y aunque el mercado del puerto se haya convertido en un restaurante gigante (enfermedad contagiosa que afecta a muchos antiguos mercados por estas latitudes), la bajada de bandera junto al mausoleo de Artigas era una ceremonia sin público, a pesar del disfraz de los soldados. Curiosa coincidencia con Argentina ésta del tratamiento a los héroes de la independencia. Tanto San Martín como Artigas tienen sus mausoleos en las respectivas capitales y demás reconocimientos en poemas y billetes, pero ambos tuvieron que acabar sus días en el exilio, del que sólo regresaron muertos.
De las cosas que visité me gustó el jardín japonés que hay cerca del museo del gaucho, y la visita dramatizada al teatro Solís. El edificio en sí es uno más de los teatros que durante el siglo XIX se construyeron en las capitales americanas, intentando imitar el Palacio Garnier de París en la medida de las posibilidades de cada ciudad. Como apuntaba el guía, hoy en día ese papel lo hacen los estadios de futbol, templos del entretenimiento moderno. Pero lo que me cautivó fue la representación en diversas salas de la temática de la inmigración. Dos actrices y un músico que me pusieron la carne de gallina al meterme en la piel de los inmigrantes que cruzaban el charco para buscar una oportunidad, única salida para el mundo en crisis del que venían. La historia se repite.
Donde sí llega el turismo en Uruguay es a Punta del Este. Aquí termina el Río de la Plata y comienza en Atlántico, y el agua ya no tiene color chocolate. Se dice que allí tienen casa multitud de famosos, aprovechando el carácter tranquilo de los uruguayos, que permite moverse sin agobios a las estrellas. En un día de invierno la ciudad estaba desierta, y las focas nadaban tranquilamente en el puerto. Las casas, espectaculares, incluso con piscinas de cristal en la terraza de cada piso, estaban cerradas. Junto a un perro que nos siguió éramos los únicos paseantes de sus calles.
A unos kilómetros está Casa Pueblo, una curiosa mezcla de la arquitectura de Gaudí y las islas griegas. Es un sitio ideal para ver la puesta de sol mientras se analiza este curioso país que pasa desapercibido, pero que tiene una de las mejores calidades de vida del continente. Su peculiar presidente y expreso político, José Múgica, sigue viviendo en una chacra y se mueve con su viejo coche de siempre. Pese a los tiempos que corren y fruto de una consolidada participación democrática, en Uruguay los políticos no tienen la valoración tan baja como en otros países vecinos. Me sorprendió también lo desarrolladas que están las páginas de internet. No sólo puedes averiguar cómo usar el trasporte público para moverte, si no que existe una página que tiene los menús de los restaurantes de la ciudad, desde la que se puede hacer pedidos online a domicilio. Y los autobuses interurbanos tienen wifi gratuito.
Al norte de Montevideo empieza el territorio gaucho. Sin darme cuenta el autobús se fue llenando de pantalones abombachados, botas altas, pañuelos al cuello y boinas o sombreros de ala ancha. No iban a ninguna fiesta. Simplemente visten así. Es la tierra en la que nació Gardel, en el remoto Tacuarembó, a unos kilómetros de la frontera brasileña. Es el territorio del idioma portuñol.
Lo de frontera hay que matizarlo, pues a un lado de la calle está Rivera y al otro Santana do Livramento, y la gente pasa sin control de un lado a otro. Los puestos de sellado de pasaportes están en los extremos opuestos de la ciudad, y hay que ir exprofeso. No es una zona que frecuenten muchos turistas, pero a pesar de eso cuando los agentes brasileños vieron el pasaporte español, sacaron el papelito oficial que opera desde abril y se lo leyeron a conciencia para pedirnos una retahíla de papeles. No tenía reserva de una noche de hotel, pero les mostré la tarjeta que había cogido en la pensión brasileña donde nos alojábamos y les valió. Tras más de media hora de negociaciones pudimos entrar oficialmente a Brasil. Ventajas de poder cruzar antes de legalizar los papeles
Al ser una ruta poco turística tocó hacer infinidad de trasbordos hasta llegar a Sao Miguel das Missoes, una de las 7 reducciones jesuíticas a este lado del río Paraguay. Las impresionantes ruinas de su iglesia de 1735, en arenisca roja que contrasta con el verde de la vegetación, son unas de las mejores conservadas. El museo adyacente recoge esculturas talladas por los indígenas y que te transportan a la utopía que durante unas décadas existió en este rincón del mundo. Cuesta creer que bajo la supervisión de sólo dos jesuitas se lograran organizar pequeñas ciudades donde una media de 3000 indígenas de distintas etnias vivían rodeados de unas comodidades desconocidas hasta entonces.
Por el tratado de Madrid, en 1750, las 7 reducciones que quedaban en el que iba a ser territorio brasileño se intercambiaron por Colonia de Sacramento. Los indígenas se sublevaron, pues al pasar a manos del Reino de Portugal perdían la condición de súbditos del Rey de España, situación que los protegía de la esclavitud que suponían les venía encima. La expulsión de los jesuitas unos años más tarde inició el abandono de las reducciones.
Santo Angelo Custodio fue la última en fundarse, y sólo quedan vestigios de algunos muros junto a la iglesia moderna. Hoy es un pueblo tranquilo, donde la vida transcurre alrededor de la antigua plaza misional. Los gauchos pasean con sus caballos junto a los coches, y los vecinos sacan sus sillas plegables para dejar pasar la tarde alrededor de los termos de agua caliente, decorados con vestidos de tela, cebando el típico mate chimarrao en polvo, en recipientes XXL tuneados a lo brasileño.
En su museo del ferrocarril uno puede viajar en el tiempo si tiene la suerte de coincidir con Jovenil Menezes, el antiguo telegrafista de la estación. En la vieja oficina, rodeado de cachivaches de otra época todavía tiene un telégrafo que funciona, y te explica con ilusión los secretos del morse y lo que supuso para las comunicaciones. Le costó tres años aprenderlo, y mientras me tecleaba un ejemplo le llamaron al móvil, con lo que volvimos abruptamente al presente, arrastrados por la misma tecnología que acabó con el telégrafo.
La siguiente etapa nos llevó hasta las cataratas de Iguazú, donde nos recibió una ola de frío polar y la temperatura más baja del año. No es la imagen que uno tiene de Brasil, pero en el sur, y durante unas semanas al año, hace un frío que pela. Como el día anterior había llovido pudimos verlas con bastante agua y disfrutar de esta maravilla de la naturaleza. En Iguazú confluyen tres países, lo que provoca situaciones peculiares al haber una triple frontera. En el lado argentino el billete a Asunción estaba más barato que en el brasileño, desde donde salía el bus. Al ir a comprarlo el chico encendió el ordenador y en vez de abrir un programa de gestión de billetes, se conectó al Messenger, para chatear con la oficina brasileña y coger los datos para emitirme el voucher. “Más barato que el teléfono, que es llamada internacional aunque seamos vecinos” me dijo. La tecnología sigue avanzando aunque en la otra mano se lleve el mate de yerba que no ha cambiado desde que lo tomaban los guaraníes.
hola chicos, con la que esta cayendo con el sol por aqui, vuestra refrescante cronica desde ese iguazu frio, choca, espero que Adri aun guarde calorcito de los dias pasados. Una vez mas, gracias por el repaso de nuestra historia, esta vez en misiones. Nos has descubierto otra ruta mas desconocida, muy interesante. Cuidaros,muchos besos.
Hola pareja! Muy interesante tu punto de vista de lo vivido y experimentado brevemente en el paisito. Ha sido un placer verlos de nuevo tras tanto tiempo. Gracias por pasar por Montevideo! Nos vemos ! Seguid disfrutando. Lindas las fotos de las cataratas. Besossss