Luces del norte en Islandia
Luces del norte es la traducción directa para “northern lights” que es como se conoce en inglés a las auroras boreales. Ese era el objetivo del viaje a Islandia, y las luces del norte, pero las otras, acabaron siendo la experiencia impactante del viaje, que como todos los viajes planeados para “cazar” auroras boreales, deben tener alternativas b por si las caprichosas auroras se resisten a aparecer.
Tras la fantástica experiencia de disfrutar con el baile de las auroras boreales en Laponia, olvidando los veintitantos grados bajo cero, había que aprovechar para repetir la vivencia antes de que se terminase el máximo solar y volviese otro ciclo de 11 años más de escasez. De los destinos cercanos al anillo en el que se ven las auroras, Islandia era la mejor opción para el puente de la constitución. En estas fechas las temperaturas (suelen rondar mínimas de apenas 2 bajo cero) no llegan a los extremos de Escandinavia y tienes 5 horas de luz, lo que te permite disfrutar de otras actividades. Además volver a la isla nevada sería como ver otro país.
Reykjavik es la capital extraña de un país aún más extraño. Los dos tercios de los 300.000 habitantes de esta isla/país viven en su área urbana dejando el resto del país casi vacío. La sensación de soledad se acrecienta por la escasez de arbolado, y por un paisaje único marcado por unos agentes geológicos que en cualquier momento pueden alterar la aparente paz que su entorno trasmite. Y cuando está nevado, el efecto es todavía más bizarro.
Quizá la extrañeza venga de que el país existe por una anomalía de la dorsal atlántica. Islandia es el único punto de los 17.000 km de longitud de la dorsal en que se asoma por encima de la superficie del mar. La mitad oriental de la isla se separa lentamente de la occidental en una fractura que puede fotografiarse en el valle de Pingvellir. Este curioso lugar, que además fue la sede del parlamento más antiguo de Europa, no está lejos de Reykjavik y su visita se suele combinar con la espectacular catarata de Gullfoss, con sus dos niveles de caída, y la zona geotermal de Geysir, que dio el nombre universal a los chorros de agua y vapor que salen rugiendo de las entrañas calientes.
Los caballos, regalo típico de las celebraciones de confirmación, rompen la monotonía del paisaje nevado. En el horizonte los conos perfectos recuerdan que fue en uno de esos volcanes por donde Julio Verne quiso introducirnos de viaje al centro de la tierra. Y mientras tanto la vista está en las nubes grises que no quieren abrirse y que nos han privado del espectáculo de las auroras en las primeras noches. De tanto mirar el horizonte me empiezo a encandilar con la luz. Una luz predominantemente gris por las nubes pero que se adorna con matices azules de los rayos que se filtran por alguna ventana que quiere abrirse, y que añade un grado más de rareza al ya de por sí extraño paisaje.
Y de repente, en la llanura nevada aparece una especie de colonia futurista que parece salida de un decorado de cine. El pueblo de Hveragerdi irradia luz amarilla de gigantescos fluorescentes que rompe la magia azulada que hasta entonces me cautivaba. Los rectángulos brillantes acaban siendo invernaderos iluminados para producir verduras frescas. La electricidad de origen geotérmico es tan barata en la isla que se derrocha y todo el mundo se deja lámparas encendidas en las ventanas, día y noche, como intentando combatir la casi eterna oscuridad y dar alegría a los paseantes. La obsesión por las luces hace que hasta las lápidas de los cementerios tengan su cruz de colores encendida.
La contraposición a la oscuridad viene en verano, cuando la luz ocupa las 24 horas del día. Ese es el mejor momento para explorar los rincones naturales de la isla. Mi consejo es hacerlo con tienda de camping, pues los hoteles son escasos y hay que reservarlos con antelación, lo que limita la libertad del viaje ya que no puedes retrasarte sobre lo programado. Sin embrago, acampando, tú eliges dónde y cuándo te paras, y tampoco necesitarás linterna si te levantas al baño en mitad de la “noche”.
Todo viaje a Islandia empieza y termina en Reykjavik, y si coincide con el fin de semana se puede disfrutar de la animación nocturna del runtur, y del mercadillo cubierto de Kolaportid, un curioso lugar para descansar del frío e interaccionar con los locales. Además es el lugar ideal para aprovisionarse de salmón marinado, carne de ballena, o degustar el indescriptible hakarl. Hay que ser valiente para atreverse con semejante rareza. Resulta que el tiburón de Groenlandia que se pesca por estos lares no tiene riñones, por lo que la urea se acumula en su carne, lo que la hace tóxica. Pero los islandeses han descubierto que dejándolo fermentar y luego secar, la mayor parte se elimina y ya se puede ingerir si es que el horrible olor a amoniaco no te hace desistir del intento. Si quieres luego puedes purificarte con brennivin, el aguardiente local de patata.
Las calles heladas no invitan a pasear, pero es inevitable acercarse a la catedral, construida imitando los tubos basálticos que tanto se ven por la isla, y disfrutar de la vista panorámica de la ciudad. La mayoría de las viviendas no pasan de cuatro plantas, y algunas están decoradas con colores llamativos. Las más antiguas tienen las paredes protegidas con chapa ondulada, forma en la que los creativos islandeses dieron salida al pago en especie que recibieron de los ingleses a cambio de sus ovejas. Junto al puerto está el moderno centro de conferencias y conciertos Harpa, en el que se puede tomar una cerveza y disfrutar de su atrevida arquitectura.
Para tiempos de crisis la mejor opción es alquilar un apartamento con cocina si se quiere evitar los gastos de los restaurantes. Pero uno no debería irse del país sin probar la sopa de langosta del Sea Baron, una institución junto al puerto en la que tuvimos la suerte de encontrarnos con Kjortan, su carismático fundador, que lleva grabadas en las arrugas de su frente mil historias de pescadores contadas en esos viejos bancos de madera.
Los que no tengan que poner restricciones a su bolsillo pueden ir al restaurante Perlan (La perla), que ofrece una cena exquisita con una vista excelente de la ciudad desde una plataforma giratoria. Lo curioso es que está situado sobre los depósitos que suministran el agua caliente a todo Reykjavik, traída desde la zona geotermal de Pingvellir. En todo el camino sólo se enfría tres grados. Todo un lujo de país, con el agua caliente y la luz baratas.
Las piscinas de agua termal son uno de los lugares típicos de encuentro de los islandeses. Quizás el más visitado por los turistas sea el menos frecuentado por locales, pero el atractivo de Blue Lagoon lo hace irresistible. El color azul lechoso de sus aguas contrasta con el cielo azul en las fotos de verano, en una instantánea de una fuerza que casi te obliga a ir a verlo con tus ojos. Es uno de los recuerdos grabados de mi anterior visita veraniega.
Pero en invierno, ¿cómo vas a hacer el recorrido en bañador hasta el agua? Iba decidido a quedarme en la cafetería, pero el hechizo de la luz del invierno, rodeado por el paisaje nevado, hizo olvidar los 0 ºC y cuando me enteré de que se puede entrar al agua desde el edificio climatizado y salir nadando, no dudé en bañarme. Dentro, la sensación de paz era comparable a la que se tiene cuando sientes que el tiempo se para antes de comenzar a nevar. Es difícil que un mismo lugar sea capaz de cautivarte dos veces con dos emociones diferentes. Éste lo es.
La última noche tenía predicción de cielo nublado, pero el destino quiso que se abriesen claros y que pudiésemos ir a la caza de la aurora. La previsión de actividad solar era buena y todo hacía prever una noche inolvidable. Unas nubes se recortaban delante de la primera aurora de la noche, pero no estaba impaciente. Imaginaba que sería como en Laponia y el espectáculo sólo acababa de empezar. Pero no fue así. Haciendo honor a su fama de tiempo cambiante, en un abrir y cerrar de ojos se cubrió y se puso a nevar. Cuando escampó ya no volvió a aparecer ninguna aurora más.
Para los que hemos visto una noche activa de auroras, la experiencia nos supo a poco. Imagino que los que vieron su primera aurora sentirán cosas diferentes. Pero yo me volví a España contento por haber descubierto el encanto de las otras luces. Las de las casas, invernaderos y cementerios, que ambientan la embaucadora luz gris azulada del paisaje islandés cubierto de nieve. Las otras luces del norte.
Luces en cementerios