Camino al sur de Chile: donde el tiempo se detiene.
Santiago de Chile nos recibió soleado rodeado de cumbres nevadas. Los colores del otoño pusieron fin a unos largos meses de climas calientes y aterricé en un mundo que me era familiar. Volvía a encontrarme con la cultura latinoamericana, y con la posibilidad de hablar con cualquier paisano con el que me cruzara. Y muchos rincones de la ciudad estaban empapados de aroma europeo. Era como haber puesto un pie en casa.
Paseé con el ritmo tranquilo del domingo por Bellavista y el cerro San Cristobal, y aproveché el bullicio comercial del centro para reponer las prendas que los meses de viaje habían amortizado. Comí en los restaurantes del mercado sabiendo al fin lo que me servían. Me asomé curioso a los “cafés con piernas”, y me perdí en tascas como la Piojera, donde el humor negro ha bautizado la bebida más popular como “terremoto”. Las empanadas se convirtieron en la “barrita energética” ideal para los largos paseos, y la música de los cantautores-protesta luchando por la revitalización del barrio Yugay completó el cuadro de esta segunda visita a Chile, al que encontré mucho más moderno y ajeno a la crisis que sacude otras latitudes.
No quería volver a irme de Santiago sin visitar la casa de Pablo Neruda en Isla Negra. Por fin pude tener frente a mí los mascarones de proa que decoraban la edición de “Confieso que he vivido” que leí años atrás. La casa tiene una construcción que intenta asemejarse a un barco, y está repleta de cosas que coleccionaba el poeta: máscaras, barcos metidos en botellas de vidrio, pipas… Lo mejor, las vistas hipnotizantes sobre el océano, con unas rocas negras protegiendo la arena del rugir constante de las olas.
Aproveché el viaje a la costa para volver a Valparaíso. Pese a estar tan cerca de Santiago, parecen ciudades de países distintos. Las calles centrales junto al puerto, con sus trolebuses todavía en uso, están ancladas en el tiempo. Si la imagen fuera en blanco y negro parecería que estuviéramos dentro de un documental de la época de Allende. Un fuerte contraste con el colorido de las casas que suben a las colinas, que traen a la memoria rincones de Oporto, como reivindicando el puerto internacional que un día fue, y del que hoy quedan testigos en los viejos consulados o colegios de países tan lejanos como Grecia.
Como la climatología respetaba, pusimos rumbo al sur, hacia la Patagonia. Paramos en Valdivia, donde todavía se nota la influencia de la inmigración alemana del siglo XIX. En los bares se pueden tomar cruditos regados con cerveza local Kunstmann, como si uno estuviera en Baviera. Pero la eficiencia alemana no ha llegado al comercio. Para comprar un rollo de celo, una señora me indicó el mostrador donde otra chica me dio un papel con el que ir a pagar a la cajera, para que me diera otro papel con el que ir a buscar el susodicho celo a un cuarto mostrador. Cuatro personas para vender un celo. Supongo que así el paro en el país será bajo.
El río Valdivia es un continuo ir y venir de remeros universitarios, esquivando los juguetones leones marinos que campan a sus anchas en las orillas. Cerca de su desembocadura en la costa quedan los restos de los fuertes españoles de Niebla y Corral, que protegían la entrada al río, y que hoy son los vestigios militares españoles más al sur del continente.
A pesar de estar bien metidos en el otoño pudimos disfrutar de un día soleado cuando llegamos a Puerto Varas, donde nos esperaba la elegante silueta del volcán Osorno con la cumbre nevada. Fue un regalo en una zona de las más lluviosas del país, que hizo honor a su tradición cuando al día siguiente intentamos caminar por la zona de Petrohué. Al ver caer la lluvia de esa manera uno entiende por qué las casas tienen las paredes exteriores con tejuelas de madera, como si necesitaran protegerse de la lluvia en todas las direcciones.
Las construcciones coloridas en madera han dejado casas monumentales por todo el sur de Chile, pero sólo las iglesias de madera de las islas de Chiloé han llegado a estar inscritas en el Patrimonio de la Humanidad. Herederas de las misiones itinerantes de los jesuitas, son edificios singulares y pintorescos, con un aire a construcción naval, que todavía son referente central de la vida de la comunidad. Entre semana los servicios religiosos están llenos, y cuando hay que echar una mano, se sigue practicando la minga, el trabajo colectivo comunitario.
El pequeño canal que separa la isla Grande de Chiloé del continente parece haber evitado que el ritmo de vida pausado y anclado en el tiempo de las islas se acelere. Al llegar a la aldea de Cucao, en lo que parecía el confín del mundo, la mayoría de los alojamientos turísticos estaban cerrados. Al estar fuera de temporada acabamos en una casa particular que alquilaba habitaciones. Fue genial pues de esa manera uno ve cómo es la vida en este recóndito lugar donde la naturaleza es todavía salvaje y en el silencio de la noche se oye el rugir del océano aunque esté a varios kilómetros de distancia.
Más que un pueblo, Cucao es un conjunto de casas de chimeneas humeantes alrededor de una iglesia de madera. Cuando pregunté por la tienda para comprar pan, unos vecinos se sonrieron pues la palabra les sonaba excesiva. Al acabar las risas me indicaron dónde estaba el “negocio” del pueblo, un mostrador y varios estantes con víveres en una habitación a la entrada de la casa de otro vecino. Y nada de pan. Aquí cada familia se amasa y hornea su propio pan.
Las cocinas de hierro para leña además de cocinar, dan el calor a la casa igual que generaciones atrás, y la vida sigue girando alrededor de ese hogar que también sirve para secar la ropa. Para aliviar las largas noches del invierno las mujeres siguen hilando la lana de las ovejas con el huso, y luego la tiñen con tintes vegetales antes de tejer las prendas con las que sobrellevar el duro clima. Me parecía estar en un documental etnográfico de televisión en directo. Para acabar de creerme en otro mundo, al mirar a través de la ventana vi un colibrí que recorría las flores a pesar del frío. Y los cisnes en el lago tenían el cuello negro. Ciertamente, un mundo extraño.
La capital de este mundo particular es Castro, que aunque tiene aspecto de ciudad, conserva el alma de pueblo. Sus orillas están rodeadas de palafitos coloreados desde los que salen a marisquear los lugareños cuando la marea se retira y deja los barcos varados sobre sus costados. No en vano los moluscos son la base de los platos típicos, pailas y similares, a los que en algunos casos se les añade cochayuyo, un alga alargada que aunque en la tienda tenga un aspecto poco afortunado, una vez ya cocinada en la cazuela hace un buen acompañamiento.
El más renombrado de todos los platos chilotas es el curanto al hoyo. En este caso los moluscos se cocinan en una especie de horno excavado en la tierra, recubierto con las gigantescas hojas de nalca. La similitud con el horno de los isleños del pacífico no deja de ser asombrosa, y da fuerza a las teorías que hablan de los contactos entre los indígenas de América y los navegantes del Pacífico.
La isla de Achao es una de las mayores de entre las pequeñas que están alrededor de la isla Grande de Chiloé. Al recorrerla estás rodeado de un paisaje peculiar, pues los brazos de mar que entran a modo de fiordos parecen lagos entre montañas, y cuesta saber si la colina al otro lado es parte de esta isla o de la vecina. Las tiendas de Achao son todavía esos comercios en los que venden un poco de todo. Son el punto de aprovisionamiento al que llegan los habitantes de esas islas más pequeñas, que vienen en sus barquitas a la “civilización” a comprar. Me pareció curioso que estas tiendas, en una remota islita que no es la isla principal de Chiloé, pueda significar todavía para alguien acercarse a la modernidad, cuando para cualquier santiaguino la misma isla Grande de Chiloé significa el Chile lejano y profundo.
Achao tiene una de las iglesias mejor decoradas del archipiélago, Santa María de Loreto, que data de 1740. Cada pueblo tiene su iglesia de madera con rasgos propios, aunque siguiendo un patrón similar. Sólo la iglesia de San Francisco, en Castro, tiene dos torres y un peculiar recubrimiento de metal, protegiendo el interior de madera. Es un guiño a la modernidad en esta isla donde poco cambia. Y digo poco porque en las costaneras (paseos marítimos) han aparecido modernos aparatos de gimnasia para hacer los ejercicios mirando al mar, y en las plazas de muchos de los pueblos los ayuntamientos han creado zonas wifi gratuitas. De momento los centros comerciales no han logrado cruzar el pequeño estrecho que separa este rincón tranquilo del bullicioso resto del mundo.
Que chevere este paseo por Chile ! Siguen publicando asi casi nos parece que nuetro viajo no se acabo …
Quiero ver la cronica del sur ahora y Argentina !!!