Birmania, ¡quién te ha visto y quién te ve!
Myanmar, la antigua Birmania, fue una de las joyas de la primera vuelta al mundo. La respuesta a la típica pregunta “¿y qué país te ha gustado más?”. Con estas palabras comenzaba la crónica del país hace 8 años: “Si hay un país que conserva menos alterado el espíritu del sudeste asiático, ese es sin duda Birmania. Su aislamiento del exterior también le preservó del paso del tiempo, y sus habitantes todavía se acercan curiosos para hablar contigo sin esperar obtener nada a cambio. Pero una vez empezado el camino del ¨progreso¨ queda por ver cuánto tiempo conservará su inocencia.”
Estas últimas crónicas pueden resultar nostálgicas por las referencias a la anterior visita a la zona, pero es inevitable. Cuando vuelves a un lugar, las cosas que te impresionaron la primera vez son ya conocidas. Las esperas y su ausencia, más que el hecho de que sigan allí, es lo que te llama la atención. Sin embargo los detalles que no te gustaron, y que acabas olvidando con el tiempo, vuelven a aparecer con fuerza. Así en los primeros días se me cayó el buen recuerdo del país.
Por un lado están las dificultades que derivan del gobierno de los generales y sus caprichos. Dejando aparte el trato que dan a sus propios ciudadanos, por ejemplo impiden que para cruzar 150 metros de río y llegar a la pagoda de Yele cojas barcas con los locales, obligándote “por tu seguridad” a alquilar una entera pagando 15 veces el precio. O que necesites permisos especiales para visitar ciertas zonas. O que desde hace unos meses obliguen a salir del país por el mismo punto por el que hayas entrado, impidiendo que saliéramos del país por el norte de Tailandia como habíamos planeado. Al menos ahora ya no obligan a cambiar un cierto número de dólares al entrar. Por contra sólo se aceptan las divisas en perfecto estado, por lo que se ha creado una paranoia entre los turistas, obsesionados con no doblar ni uno de los inmaculados billetes, pues la marca más ligera hace el billete inservible. Y en Myanmar de momento no hay cajeros automáticos, así que sólo dispones del dinero efectivo que lleves encima.
Por otro lado están las dificultades para moverte intrínsecas al desarrollo del país, con servicios de transporte limitados, en días determinados, y con jornadas maratonianas para recorrer distancias cortas, obligando a cambiar constantemente de planes sobre la marcha. Y luego están las cosas nuevas: el aumento de los precios, que hace a Birmania uno de los países caros de la zona; el incremento del turismo, que ha hecho que la gente alrededor de los turistas ya te vean como un banco de dólares andante, más que como persona; el sistema de doble precio que te obliga a estar alerta permanentemente… Al encontrarme con viajeros que habían estado hace años una frase salía en seguida en la conversación, y se repetía en cada nuevo encuentro: “antes no era así”. Al menos me quedaba el recuerdo de haber tenido la suerte de conocerlo como era antes.
Por suerte la pagoda de Shwedagon, el centro espiritual de Yangon, no ha cambiado y sigue siendo un lugar cuasi mágico. Está cargado de energía y puedes pasar horas allí sin enterarte, mientras observas los rituales de la gente. El más popular es “bañar” al buda del día de la semana de tu nacimiento. Se da la particularidad de que el miércoles se desdobla en dos. Uno para la mañana, momento del nacimiento de buda, y otro para el resto del día. Observando cuál de los ocho budas es el más “bañado” en seguida puedes saber qué día de la semana es. Otro “ritual” curioso fue ver la marabunta de cámaras y agentes de seguridad que se movían alrededor de la primera ministra tailandesa, que estaba de visita en el país. ¡Vaya circo!
En la calle la gente sigue vistiendo con longyis y se decora la cara con tanaka. Los rojos escupitajos de betel siguen siendo un proyectil a evitar. Las aceras continúan llenas de tenderetes de comida, con las mesas ocupando los aparcamientos, pero me chocó encontrarme con tanta luz en las calles, incluso con iluminación navideña en fachadas, o con los abundantes carteles de publicidad. Los generadores eléctricos, que son un mobiliario urbano más en las aceras de las ciudades, no los vi usarse en Yangon (aunque en el resto del país siguen siendo imprescindibles). Los cambios (y las luces de neón, con lo que significan) han llegado con rapidez, y desde la antigua capital van irradiando al resto del país.
Y es que en 2005 los generales decidieron que Yangon no era muy céntrico para ser la capital y crearon de la nada Naypyitaw, que pasó por decreto a ser la nueva capital, conectada por una nueva autopista con Mandalay y Yangon. Esta carretera es un ejemplo de lo que le está pasando al país. Sobre una base rural y tradicional aterriza de repente la modernidad, en una convivencia chocante. Los carros de bueyes y las bicicletas circulan por ella junto a modernos coches. En los restaurantes de las áreas de servicio hay wifi gratuito, mientras las casas del campo justo detrás no tienen agua corriente. El suministro eléctrico fuera de las grandes ciudades es escaso e impredecible, pero la gente de Yangón pasea por el país los últimos modelos de teléfonos móviles.
La roca dorada de Kyaiktiyo es un lugar de peregrinación muy popular para los birmanos, que me recordó al Rocío. En una parte está la roca-pagoda colgante, que atrae la espiritualidad de los peregrinos, y alrededor están los alojamientos donde se celebra el haber llegado allí, eso sí, a la manera birmana. Entre los recuerdos que venden los cientos de tenderetes, el más popular era la pistola de bambú, que prácticamente cada familia se llevaba. Nadie me pudo decir si es que era una cosa típica de allí, o era la moda. Otra de las novedades para mí fue el posado con gente local que quería fotos con nosotros. Ahora la clase media ya tiene cámaras digitales y tal y como sucedía en India, la foto del blanquito era tan interesante como para nosotros la de las mujeres jirafa. También resultaba curioso el contraste de la gente que había venido del campo, en sus vestidos tradicionales, con los adolescentes de la ciudad, transgresores en todo lo que podían, vestidos a la moda occidental, con gafas sin cristales, sombreros, y con el pelo rubio o rizado. Antes no era así…
La siguiente parada fue Bago, una de las antiguas capitales, y que por tanto está llena de budas, recostados o sentados, monasterios y pagodas. Una de ellas, Shwemawdaw, es incluso 15 metros más alta que la de Shwedagon, aunque no tiene la misma vida. De los monasterios me gustó ver el momento de la comida en Khakhatwain, con más de 400 monjes en fila india acudiendo al comedor. Tan llamativo o más era ver a los grupos de turistas tailandeses que les esperaban a la entrada para darles el arroz en los cuencos, y luego les rezaban mientras los monjes comían. Salían de allí extasiados. La práctica del budismo se está convirtiendo en una caja de sorpresas para mí. En el Monasterio de la Serpiente tienen una impresionante pitón de 120 años, cuidada con mimo y con casa propia, supuestamente la reencarnación de un monje importante. La gente acude a verla y le ofrece dinero. Había visto el truquito del elefante en India en los templos para recaudar, pero una serpiente… esto lo supera.
El bus al Lago Inle era nocturno, pero a la manera birmana. Salía a las 3 de la tarde y llegaba a las 4 de la madrugada. Esta es la costumbre aquí. La hora de salida se ajusta para dejar a los pasajeros en el destino antes de las 5, muertos de sueño, y en esta ocasión, de frío, pues Inle está alto. Pero el paseo por el lago compensa el madrugón. Es admirable la destreza de los pescadores intha, remando con el pie mientras extienden las redes o intentan capturar los peces con la cesta. En las paradas por los pueblos todavía se pueden ver oficios artesanos centenarios, como el herrero fabricando cuchillos con cuatro personas martilleando acompasadamente el hierro al rojo. O ver cómo se corta un tronco en tableros con la sierra, un hombre arriba y otro abajo, para luego fabricar con ellos las barcas que recorren el lago.
Me pareció curiosa la pagoda de Phaung Daw Oo, uno de los lugares más venerados de la zona. Los fieles hacen su ofrenda de pan de oro, que aplican sobre la figura de buda. Con el paso de los años, las cinco figuras son irreconocibles y parecen esculturas modernas, volúmenes sin detalles. Y así se venden en la tienda para que la gente se las lleve a sus casas, como cinco peras doradas. El resto de las paradas me parecieron más bien una excusa para ver la tienda de la artesanía de turno, y yo prefería quedarme viendo cómo los pilotos de las barcas mataban la espera jugando al chinlon (pelota de ratán que tocan sin dejar caer la suelo) o a una especie de billar con fichas planas en vez de bolas. Además les sacaban para cosas para picar que gustosamente compartían. Así descubrí que aquí también se comen pipas, aunque son ligeramente dulces.
Otra forma de disfrutar del lago es alquilar una bici y recorrer con tranquilidad los pueblos de las orillas, sumergiéndote en una vida rural donde la fuerza motriz la ponen todavía los bueyes. La riqueza étnica de la zona te sorprende con sus colores en los mercados, y sobre todo, alejado del circuito turístico te encuentras con gente encantadora a pesar de la barrera idiomática para la que no eres un monedero andante, sino una simple persona. Antes era así.
Mercado del lago Inle
Feliz año y feliz viaje!Maravillosos los textos y las fotos aún mejores.Disfrutad mucho
que nosotros tambien nos satisfacen y nos alegran vuestras andanzas.
Abrazos
Marian,Ander,Aitor e Iñaki