Cerca del cielo en Bolivia
Cuando uno está en la ciudad, desea salir a la naturaleza, pero cuando se han pasado unos días en lugares remotos, llegar a la ciudad es una recompensa para el espíritu. Esa sensación tuve al llegar a Santa Cruz de la Sierra. Tiendas, restaurantes, incluso pude disfrutar de un concierto de música clásica. Los cochazos, según dicen por aquí fruto de negocios dudosos, abundan por las calles del mismo país que a no muchos kilómetros exhibe pobreza extrema.
Aproveché también para visitar al médico por un grano que me había salido bajo el dedo gordo del pie. Al final resultó que tenía un inquilino (tunga penetrans) que había decidido vivir a mi costa, y que me pudieron extirpar sin mayor problema. Esta parte llana y cálida de Bolivia, el territorio de los camba, parece otro país, con otro ritmo comercial, musical e incluso racial. Rara vez se ven cholitas del altiplano. De hecho mantiene tensión política con la Paz, territorio de los kolla.
El país andaba convulso esos días y había cortes de carreteras. Los policías se habían rebelado reclamando mejores condiciones laborales, y sus mujeres se habían declarado en huelga de hambre. Los indígenas de TIPNIS andaban en marcha hacia la Paz. Me sorprendió gratamente la participación ciudadana, implicándose en influir en las decisiones políticas más allá del voto cada cuatro años. Por eso las 6 horas de retraso con las que llegamos a Cochabamba no me importaron. Quería visitar la tumba de Salvany, pero para mi sorpresa nadie sabía dónde estaba. Ni en el propio convento donde lo enterraron sabían que estaba allí. Por suerte eran las fiestas de un barrio y pudimos disfrutar del colorido y los bailes del folclore local. Me chocó el modo desenfadado del desfile, totalmente alejado del rigor de los que se pueden ver en España. La gente se perdía en los pasos, o paraba para hacerse fotos con el que se lo pidiera. Era una fiesta andante más que una exhibición.
A pesar de lo que ponga en los libros de texto españoles, la capital constitucional de Bolivia es Sucre. Aunque La Paz haya usurpado alguna de sus funciones, este pueblito de casas coloniales y calles blancas es la capital más relajada en la que haya estado nunca. Está llena de colegios y parques cuidadísimos en los que la gente pasea y charla animadamente, encantados de escapar del ajetreo de una ciudad estresada. Sólo la zona del mercado hierve de actividad. Algunos rincones alejados de la plaza de Armas parecen un pueblo andaluz. Su principal reclamo turístico son centenares de huellas de dinosaurio de una cercana cantera de cemento. La mala suerte quiso que las más grandes se perdieran por un derrumbe, así que si alguien está interesado que se apresure antes de que se caigan las demás.
Los 4000 metros a los que se encuentra Potosí mandan a la llegada a la ciudad. O hablas o caminas. Es difícil hacer ambas cosas a la vez ante la escasez de oxígeno por la altura. De hecho el saber popular recomienda a los viajeros cómo hacer para evitar el soroche o mal de altura: “anda despacito, come poquito y duerme solito”. Además está el frío en que el sol se esconde lo más mínimo, otro factor en contra de la vida en la ciudad más alta del planeta. De hecho hasta la mitad del siglo XVI no vivía nadie aquí. Fue el descubrimiento de la plata del cerro Rico lo que hizo que en 1611 ya vivieran aquí 160.000 almas, convirtiéndola en una de las más importantes del planeta en la época.
Cuatrocientos años después todavía se pueden admirar las casas coloniales desde cuyos preciosos balcones de madera se tiraba a la calle la vajilla de plata al terminar las fiestas, o las iglesias barrocas de artesonados de madera construidas con los donativos redentores de pecados. La multitud de cables eléctricos en las fachadas les quita señorío, pero todavía uno puede hacerse a la idea de lo que fue el esplendor que creó la plata, y que se concreta en la visita a la casa de la moneda. Allí se acuñaron los reales de a ocho que darían con el tiempo el símbolo y nombre al dólar estadounidense, y que viajaron hasta China y Europa, permitiendo la acumulación de capital que impulsó la revolución industrial. Después de tantos siglos de historia, las monedas bolivianas actuales tienen que venir de Francia y Canadá.
La silueta del cerro, pintada con colores de los minerales sacados de sus entrañas, corona la visión de las calles coloniales de Potosí. Allí trabajan todavía los mineros utilizando técnicas obsoletas de siglos atrás, y los turistas podemos entrar a verlos en un viaje en el tiempo que sólo es posible en países como Bolivia. Ayudados por la hoja de coca soportan la dureza del trabajo en las profundidades, con la complicidad del “tío”, personificación del dios de la mina al que hacen sacrificios que les aseguren un buen filón. Otra nuestra más del sincretismo religioso entre el catolicismo y los ritos pre coloniales. A pesar de todo, los mineros siguen muriendo y la plata de la mina no es capaz de quitar la pobreza de las calles.
No sé si será por la altura, por la ligereza del aire, o por ser invierno, pero en estas alturas bolivianas la luz tiene un color especial. El trayecto a Uyuni apenas baja de los 4000 metros y parece sacado del planeta marte. Cuando tras un collado apareció el salar la imagen era surrealista. Una interminable llanura blanca que se perdía en el infinito, con un frío intenso, que hacía pensar que en vez de sal, lo blanco era nieve. Unas pocas colinas sobresalían a modo de islas de este peculiar mar, con alguna llama despistada y cactus candelabro de varios metros de altura. Un paisaje raro pero irresistible a la vez que justifica lo duro del viaje y el frío. Por la noche la temperatura bajaba a los 15 grados bajo cero.
A falta de otro material las construcciones son de bloques de sal, y la calefacción está por inventar, así que las noches pueden ser de pesadilla si no se dispone del material adecuado. Una vez aquí el recorrido por el sur, hacia la frontera con Chile, descubre paisajes volcánicos que parecen sacados de cuadros de Dalí. Hay lagunas de colores por su composición mineral o por microrganismos qe viven en ella. La hay verde, roja, azul… en la parte que no es gris por estar cubierta por una gruesa capa de hielo.
Una de ellas tiene una surgencia de aguas termales y si se supera el miedo a quitarte la ropa con tanto frío puedes disfrutar de un agradable baño. A pesar del viento, la salida del agua no fue tan mala como pensaba, pues el cuerpo había almacenado algo de calor. Pero hacía frío intenso. Dejé a secar la toalla y el bañador y cuando los fui a recoger la parte mojada se había ¡congelado! La presencia humana parece anecdótica en este tipo de paisaje y se siente un privilegio por poder estar disfrutando estos lugares tan remotos.
En medio de un tramo de desierto nos encontramos con un jeep con el capó levantado. Estábamos a diez horas de la civilización, si es que a Uyuni se le puede llamar así, y acababa de explotarle el radiador. Paramos a ver si podíamos ayudar. De repente sacaron alambres para asegurar las partes sueltas, y una plastilina para sellar las fisuras, y en una hora el coche estaba en marcha. Admirable la pericia de los choferes.
El autobús de Uyuni a La Paz debía tener baño y calefacción. Resultó tener una manta gruesa nada más que no fue suficiente para luchar contra el frío intenso de la noche a 4000 metros. Los que podían sacaron los sacos de dormir y todo el mundo iba con gorro andino. La foto era tragicómica. La carretera sin asfaltar le hacía dar botes y fue casi imposible pegar ojo. Por suerte La Paz cuenta con hoteles con calefacción y restaurantes de todo tipo de comidas que rápidamente hicieron olvidar la mala noche. Se hace raro disfrutar de sushi o de falafel en Bolivia, pero se agradece variar de la comida local tras tantos meses en ruta.
La tipología de La Paz es muy peculiar. Las casas de ladrillos sin lucir remontan las laderas hasta llegar al Alto, cubriendo todo el valle de edificios. El volcán Illamani, con sus 6400 metros nevados hace de torre elevada a modo de campanario sobre la peculiar aglomeración humana. Por la noche, con las luces de las farolas, las estrellas parecen fundirse con nuevas constelaciones en las laderas de las partes altas. Y en el día, la imagen de la cholita con su sombrero hongo Borselino y su pollera de colores vendiendo sentada en la acera pone el acento indígena a la ciudad, que todavía tiene mercados en los que se venden fetos de llamas para ofrecer a la Pachamama.
Cerca de La Paz el altiplano se resquebraja y comienza a bajar hacia el Amazonas. La antigua carretera, construida por prisioneros paraguayos de la guerra del Chaco, se utiliza ahora para hacer descenso en bicicleta. Mientras nos equipábamos, hasta los coches último modelo que acababan de coronar el puerto paraban para hacer su ofrenda de licor y hojas de coca a la Pachamama que les garantizara un viaje seguro. Y no es para menos, pues desde los 4800 metros se desciende hasta 1300 en una sucesión de curvas y trozos colgados al vacío. Para acabar de ponerle emoción, a mitad de camino se puso a llover por lo que al llegar abajo era una bola de barro, pero completamente vacía de adrenalina.
El color azul del lago Titicaca invita a darse un baño. Hace de frontera entre Bolivia y Perú, y es la única masa de agua en la que la armada boliviana puede practicar desde que perdió su salida al mar a finales del siglo XIX. La historia de Bolivia es un poco triste en ese sentido. Ha perdido todas las guerras que ha tenido desde su independencia (con la consiguiente pérdida de territorio) y fue una de las últimas colonias en conseguir la independencia, a pesar de ser una de las primeras que se “rebeló” contra el poder colonial. Con este pasado parece un milagro que conserve todavía la soberanía de Copacabana, un pueblito en una península que da a la parte peruana del lago, y que sólo está unida al resto del país por unas barcazas que cruzan el lago, y en las que cuesta subirse. Me despedía aquí de Bolivia, encantado de haber podido dejar atrás la sensación triste de mi anterior visita, cuando las amebas me amargaron el viaje. Ahora me iba encantado y con ganas de volver. Aprovechen a verlo antes de que cambie.