Armenia, una pequeña gran nación.
A pesar de lo limitado de su territorio, Armenia tiene una historia enorme, que trasciende los momumentos que todavía hoy se pueden visitar. Encerrada entre dos vecinos con los que no se habla, los armenios han conseguido ser amigos de Irán, Rusia y Estados Unidos al mismo tiempo. Esa habilidad para las relaciones públicas ha sido el pilar de su larga tradición de comerciantes, controlando durante años la ruta de la seda, y creando núcleos de población armenia desde Venecia hasta India.
Desde la parte oriental de Turquía la comunicación con la gente del lugar se fue haciendo cada vez más difícil. En Georgia y Armenia se complicó con una escritura imposible, y con una herencia soviética que dejó el ruso como lengua vehicular, en la que me contestaba la gente a la que preguntaba en inglés. Cómo hubiera deseado hablar la lengua de Tolstoi en alguna marshutka (furgoneta que hace de taxi compartido y que sale cuando está llena) para pegar la hebra con mi vecino de asiento, con olor y aspecto de pastor. Me tuve que conformar con sonreir.
Por suerte los amigos de YMCA Armenia y Georgia nos acogieron como si fuéramos de la familia y nos aportaron esa visión del país que sólo los lugareños pueden transmitir, rompiendo las barreras del idioma. Gracias a Vardan pude asomarme a la historia del pueblo armenio, a sus innumerables guerras por mantenerse independiente como estado entre los dos grandes poderes de turno, de los que era el campo de batalla. Por eso es difícil encontrar edificios de cierta antigüedad que no estén escondidos en lo alto de la montaña o en las profundidaes de un remoto valle, pues si fue construido en las tierras bajas tuvo muchas probabilidades de que un ejército descontrolado lo saquease y convirtiese en ruinas hace muchos años.
La historia de los armenios me recuerda a la de los judíos. Los armenios se consideran descendientes de Hayk, tataranieto de Noe, y por eso se llaman Hay, y a su tierra Hayastan. Al hablar con ellos hacen continuas referencias al explendor de su reino histórico en el siglo I, y desde entonces se han visto periódicamente forzados al exilio, creando una gran comunidad en la diáspora que cuatriplica a los que viven en el territorio de la actual armenia. Su ancestral idioma amparado en un curioso abecedario les ha servido de referente para mantener sus señas de identidad, reforzadas por su devoción religiosa dentro de la iglesia armenia, que supo mantener su independencia ante ortodoxos y musulmanes.
El ocaso del imperio otomano supuso la culminación del acoso a los armenios que poblaban la parte oriental de Anatolia, y cuando a principios del siglo XX parecía que se podría recuperar el territorio histórico y los armenios acudían desde el exilio a su tierra «prometida», Lenin decidió ceder la parte occidental de Armenia a los jóvenes turcos liderados por Ataturk a cambio de la paz. Eso supuso que la mitad de la Armenia histórica quedaba en manos turcas, que culminaron el exterminio de 1,5 millones de armenios. Esta delicada cuestión impide las relaciones entre los vecinos y tiene cerrada la frontera. El no reconocimiento turco del llamado genocidio armenio es una de las cuestiones que le dificulta la entrada en la Unión Europea.
Quizás me haya extendido más en la historia que en el viaje, pero eso refleja lo que sentí mientras estaba allí. Más allá que las iglesias o ruinas visitadas, me sentía emocionado por los apuntes históricos y vitales que las conversaciones me aportaban mientras iba de una a otra. Mi cara mostraba el asombro al ser consciente sólo aquí de que el kurdistan era territorio histórico armenio. Los turcos utilizaron a los pastores turcos para acabar con los armenios, y ahora son los kurdos los que le están dando problemas al gobierno turco. ¿Será que es territorio maldito, y como dirían los amigos de lo exotérico, crea problemas al que intenta poseerlo?
Mis amigos cuentan como todavía hay gente que guarda la llave de su casa en Van, pero que son conscientes de que la tierra es para la gente que la habita, aceptando que sean los kurdos los que sigan allí, y prefieren centrarse en intentar levantar un país viable en el pequeño territorio que tienen ahora, alrededor de su vibrante capital Yerevan. Pero se muestran igual de tajantes a la hora de señalar que Karabaj es territorio armenio, y por lo mismo no están dispuestos a cederlo a Azerbaijan, que tiene a su vez otro trozo de Armenia (pegado a Turquía) bajo su dominio por otro capricho de Lenin. Complicada región ésta del Cáucaso. Tendré que ver cómo van las votaciones del próximo festival de eurovisión, pues ese es el último frente de batalla.
En cuanto a las cosas que me sorprendieron destacaría el monasterio excavado en la roca de Geghard, guardian según la leyenda de la lanza que se clavó en el costado de Cristo; las elaboradas cruces talladas en piedra, khatchkars, casi un símbolo nacional; los viejos autobuses de la época soviética que todavía circulan con sus depósitos de gas en el techo; los conductores que ignoran continuamente las reglas de circulación y tienen la manía de apagar el motor en las cuestas abajo para ahorrar combustible; los modernos coches de policía que están siempre parados junto a otro coche poniendo una multa por cualquier insignificante motivo; el mundo lleno de vida de los pasos subterráneos en Yerevan, que parecen centros comerciales en miniatura; la alegría que llena las terrazas gigantes de los cafés alrededor de la ópera nacional, que parecen ajenos a las dificultades económicas de una gran parte de la población. Pero sobre todo me quedo con la vista insuperable del Monte Ararat recortándose sobre Yerevan en la puesta de sol desde los jardines colgantes de la Cascade. Una imagen que cualquier armenio en el extranjero sueña ver algún día con sus propios ojos.