Bangkok
Al cruzar la frontera de Tailandia es como si dieras un salto adelante en el tiempo. La sucesión de baches se transforma en autovía, y el ruido del renqueante motor deja paso al tintineo de los móviles, y al susurro del aire acondicionado de los autobuses. En cada calle tienes un «7 eleven». Las gasolineras tienen mini tienda; los cajeros automáticos y los teléfonos funcionan; Internet va rápida… en fin, pequeños detalles que hacen que el subconsciente se sienta un poco como en casa, aunque sigas en Asia.
Unos gobernantes hábiles supieron mantener el país fuera de la dominación colonial, esquivar las guerras que sus vecinos no pudieron evitar, y preparar el antiguo Reino de Siam para convertirlo en la moderna Tailandia, la “Tierra Libre”. Luego llegó el turismo, las inversiones extranjeras, los centros comerciales, el boom económico y la crisis. El resultado: una curiosa mezcla de modernidad y antigua espiritualidad asiática, de democracia y casi adoración al rey, de budismo e hinduismo unidos en una misma religión. Y todo envuelto por la sonrisa eterna de los tailandeses.
En Bangkok vive Doeng, un viejo amigo que conocí en USA hace trece años, y al que prometí visitar algún día. Llegado el momento, es emocionante, pero también es como si te pusieran un espejo y te abrieran los ojos de repente. En este tipo de reencuentros te das cuenta que ha pasado el tiempo y que ya no eres el chaval que piensas que eres. Los diecinueve quedaron atrás. Entre él y sus amigos me hicieron sentirme como en casa, y Bangkok se convirtió en un hogar para el vagabundo, en un centro de operaciones, y en algo más que la cara que los turistas ven.
Desde aquí me escapé a las islas. Aquí volví tras Singapur para pasar las navidades, y aquí cometí un pequeño pecado que es hora de confesar. A pesar de que algunos puestos fronterizos te permiten entradas breves a algunas ciudades cercanas, Myanmar, la antigua Birmania, sólo puede visitarse llegando a Rangún por avión. No podía dejar pasar la oportunidad de visitarlo ahora que se ha abierto al turismo, así que me escapé un par de semanas cogiendo un avión de ida y vuelta… Seguro que las crónicas que vengan harán olvidar esta pequeña licencia que me tomé.
Khao San Road es una “Meca” para los mochileros asiáticos. Una calle repleta de alojamientos baratos, pero que nunca duerme. El lugar para equiparte con pareos y similares antes de ir a las playas a emular a Di Caprio. El lugar para trenzarte el pelo de madrugada mientras desayunas Pad Tai. El lugar para comprar un billete de avión a cualquier lugar del planeta. El lugar para comprarte un título de cualquier universidad del mundo. Es “El Lugar”.
Pero como lugar mítico, también tiene su embrujo. Khao San detiene el tiempo. Te levantas tarde por la fiesta del día anterior. No tienes ganas de turistear, y vas a por tu Pad Tai. Enlazas comer con Internet para hacer la digestión y disfrutar el aire acondicionado que tu hotel barato no tiene. Luego, una vuelta por los tenderetes, y te encuentras con alguien que conociste de viaje, pero que ha acabado aquí también. Lo celebras con un zumo tropical, pero la conversación se alarga hasta que las furgonetas Volkswagen reconvertidas en cocteleras están abiertas, y entonces sin saber cómo, acabas enfiestado. Total, que aquella visita a aquel templo vuelve a quedar pendiente para mañana. Pero mañana es otra vez como hoy, y sin darte cuenta llevas aquí una semana. Ahora entiendo los hippies que siguen pensando que están en los 70.
Pero si un día vences el misterioso encanto y sales de la calle, Bangkok tiene infinidad de sitios donde perderte. Si bien la modernización le ha hecho perder el alma que tuvo en el pasado, todavía mantiene una personalidad propia interesante. Junto a los edificios de cristal del moderno Central World Plaza (hasta hace poco WTC) la gente hace sus coloristas ofrendas diarias en busca de mejor fortuna ante pequeños altares hinduistas, mientras el metro elevado da sombra a los que esperan el autobús viendo el último video musical en las pantallas.
Las imágenes del Rey Rama IX te persiguen por todas partes, y denotan el cariño que el pueblo tiene por este rey. El 5 de diciembre la gente sale a la calle con velas para felicitarle su cumpleaños, paralizando el tráfico en una ciudad llena de luces, y que, convenientemente, se quedarán para animar las compras navideñas. No importa que la religión sea mayoritariamente budista. El lema: “el placer de regalar”.
De los casi cuatrocientos templos que tiene Bangkok, el más venerado es el del Buda Esmeralda, que junto con el vecino Palacio Real, es la atracción número uno de la ciudad. El impresionante Buda Reclinado, con sus 46 metros recubiertos de oro, y el Templo Bencha, vestido con mármol de Carrara y vidrieras de colores ocuparían el resto del podio.
Y para moverte nada más exótico que el tuk tuk, un colorido motocarro con el cambio de marchas en la entrepierna, y con el aliciente de negociar el precio de la carrera de antemano. Si no fuera por que es abierto y te tragas toda la contaminación, sería ideal para los atascos. El precio fijado de antemano hace que en las horas punta te puedas relajar observando los policías en ajustados uniformes intentando poner orden al caos, o al cliente del taxi de al lado revolviéndose nervioso en el asiento mirando impaciente como suma el taxímetro en los eternos semáforos (algunos de hasta 4 minutos cronometrados).
Bangkok pasó a ser la capital después de que los birmanos saquearan Ayuthaya en 1767, y se llevaran el oro que todavía hoy recubre la pagoda de Schwendagon en Rangún. Al visitar hoy las ruinas poco queda del esplendor que tuvo y, salvo algún rincón pintoresco, me supo a poco tras regresar de ver la majestuosidad de Pagan en Myanmar. Pero eso queda pendiente para más adelante.
Lo que sí me impactó en el camino de vuelta de Ayuthaya fue el templo Wat Niwet Thamprawat, construido en 1878 por el rey europeísta Rama V, y que parece una iglesia neogótica, con campanario y altar. Donde esperarías al santo que diera nombre al templo, te encuentras a un sonriente buda sentado. Es uno de esos sitios que no te esperas y te impactan. Además para llegar hay que cruzar el río en una barquilla colgante accionada por los monjes jóvenes del monasterio, sentados en un cartel que indica “haga sus donaciones aquí”.
Cuesta acostumbrarse a conciliar armónicamente tanta espiritualidad con el libertinaje de la vida nocturna. Silom Road, con los famosos espectáculos de señoritas escupiendo pelotas de ping pong por la entrepierna, deja anonadado hasta al más experto de los noctámbulos. En cada callejón se agrupa un tipo de ambiente, música e inclinación sexual, con el añadido de los sofisticados lady boys, que te acosan por todos los lados. Con el mimetismo que alcanzan, más de alguno se habrá encontrado una sorpresa al llegar a casa y ponerse “cómodo”.
Pero hay otras formas de pasar la velada. Si se tiene la ocasión, el boxeo tailandés ofrece uno de esos ambientes de película, con la gente apostando ruidosamente en las gradas, y las exclamaciones tras los golpes encajados. Los combates comienzan místicamente con un pequeño ritual, tras el que los púgiles se quitan los collares de flores y abandonan toda “no-violencia asiática” empezando a darse patadas y demás caricias, mientras el sudor salpica a las primeras filas tras un golpe que aterrizó en el adversario. Y si lo que te va es otro tipo de baile, estás de suerte. Fue mi última noche, pero por fin descubrí que en Bangkok también se puede bailar salsa.