Marruecos para reincidentes
Hay quien no tiene pereza en pasar un puente en París, pero le faltan emergías para organizar un viaje a Marruecos. Si lo medimos en el mapa, la distancia de Madrid a ciudad de la Luz es superior a la que hay de Madrid a Rabat. Pero si dejamos el metro en la mesa, cultural y sociológicamente la distancia entre las capitales se invierte, y por eso me encanta escaparme a Marruecos en cuanto tengo ocasión. Si eres de los que ya conoces los puntos más turísticos del país, aquí te voy a dar razones para volver.
En anteriores escapadas habíamos visitado las ciudades costeras de Asilah y Larache, al norte, y las menos conocidas de Sidi Ifni y Tarfaya al sur de Essaouira. Aprovechamos que los días de marzo empiezan a alargar para visitar la franja costera entre ambas. Quizás Safi, El Jadida, AL Oualidia y Azzemour no tienen el reconocimiento de otros puntos costeros, pero son ideales para desconectar, e imprescindibles si sois de los reincidentes de Marruecos
Ésta vez fuimos directos desde el aeropuerto a la estación de taxis colectivos de Bab Doukalla. Me sentía raro al aterrizar en Marrakech y no pasar a ver la plaza de Djema Elfna. Cómo ha cambiado la ciudad desde aquella lejana primera vez. Ahora el aeropuerto es moderno y te reciben con tarjetas SIM gratuitas para no estar desconectado. McDonalds hace tiempo que abrió y los taxis colectivos a Safi tienen cinturón de seguridad, y un asiento para cada pasajero. Atrás quedan los tiempos de los viejos Mercedes y el regateo sobre el precio. En una taquilla se abona el importe sin sobreprecios y una ficha de casino hace de billete, con un color para cada destino.
Dos horas separan Marrakech y Safi (mejor pronunciar Asfi al preguntar por el transporte). La imponente presencia sobre el acantilado de Qasr al Bahr, la fortaleza construida por los portugueses a principios del siglo XV, nos recuerda que Safi fue el centro comercial de la región hasta que en el siglo XVIII se desplazó a Essaouira. Ahora se ha reactivado el puerto y la ciudad ha crecido, pero sigue manteniendo un ritmo tranquilo, ajeno al agobio de otros lugares más visitados. La gente fue muy amable. Igual era porque no estábamos en temporada, pero cuando algún local se acercó para hablarnos, lo hizo sin interés y sin querer pedir nada a cambio.
La vieja medina, completamente amurallada, está llena de callejones coloreados en azules y tonos pastel. Hay rincones fotogénicos al doblar cada esquina que hacen muy agradable el paseo. Una forma de dirigir los pasos es buscar los antiguos edificios de las agencias comerciales europeas, o las iglesias española y portuguesa, de las que aún pueden verse el campanario.
Si se llega hasta la puerta Bab Chaba, merece la pena subir hasta la colina de enfrente, donde está el barrio de los alfareros. Allí, fuera de los muros de la ciudad, se sigue trabajando el barro como me contaba mi abuela se hacía en Calanda hace 100 años. Es un lujo poder poner imágenes reales a lo que tantas veces me había imaginado que sucedía en las calles de las cantarerías, el barrio donde pasé mi niñez, también apartado en una colina del resto del pueblo. Las callejas están repletas de piezas secándose, esperando su turno para cocerse en los hornos de barro que humean en cada esquina. La diferencia es que aquí les aplican pigmentos, y tras una segunda cocción obtienen unas piezas brillantes de vivos colores.
Una hora más al norte está el pueblito de Oualidia. A pesar de que se han construido algunas urbanizaciones modernas, el encanto de este recóndito lugar me enamoró. Unos huecos abiertos por el oleaje en las rocas hacen que el mar entre por ellos, convirtiendo unos serpenteantes meandros en una idílica laguna en la marea alta. La arena dorada evita que te creas en una piscina, pues aquí las olas son sólo un ruido que viene del otro lado de las rocas, donde el espectáculo de espuma y espray te puede tener embobado durante horas.
Cuesta creer que las barcas varadas en la arena puedan salir a pescar algo con la fuerza del oleaje. Al ser domingo, las sillas y las barbacoas esperan a los visitantes mirando el espectáculo de la naturaleza mientras los pescadores aprovechan para remendar las redes. Las cestas acopladas a las bicicletas están cargadas de ostras, erizos, navajas y almejas que te persiguen por todos lados. Una tentación imposible de contener, más aún con el precio tan asequible (en marzo de 2017 una ostra costaba 6 dirham) y el aspecto tan fresco.
En el mapa hay dibujado un camping, pero al dar un paseo la zona estaba anegada y descuidada. Sí que estaba animado el parquin para autocaravanas, con decenas de jubilados franceses que vienen a pasar el invierno buscando sol y buen pescado. En tiempos también venía el rey Mohammed V, y aún puede verse su residencia. Según dicen en verano es un destino popular para la clase media de Marrakech y Casablanca, pero fuera de temporada es un lugar magnífico para perderse una temporada a recargar pilas.
El Jadida, a una hora más al norte, es una ciudad grande sin mucho encanto, pero que guarda una perla en su interior. La ciudad amurallada, construida por los portugueses en 1506 y bautizada como Mazagan, merece un buen paseo. Declarado Patrimonio de la Humanidad en 2004, desde fuera impresionan sus murallas, que estaban en la época rodeadas totalmente por un foso. Hoy sólo queda con agua el que usan los barcos del astillero aledaño, en el que aunque parezca mentira, todavía se fabrican barcos de madera, y en el que es posible ver las extrañas liebres de mar, lo que sería la versión acuática de un murciélago.
En el interior aún quedan algunas iglesias en pie, aunque su uso actual poco tiene que ver con el religioso. Una ha sido reconvertida en teatro. La otra ha pasado a engrosar la lista de hoteles con encanto a precios europeos para un turismo incipiente. Peor fue el caso de la sinagoga, que acabó de prisión. El antiguo faro se ha reconvertido en el alminar de la mezquita, justo al lado de la joya de la ciudad, la cisterna portuguesa. Como si se tratara de un bosque de palmeras, los arcos apuntados crean un lugar casi irreal, iluminado por una única abertura central que hace de lucernario. Es la magia de la única expresión de arte gótico en África. Un lugar que justifica la visita por sí solo.
Si no se quiere pasar la noche en El Jadida, el pueblo de Azemmour es una agradable opción a tan sólo 15 minutos. Los portugueses crearon en 1513 este puesto comercial en la orilla izquierda del río Oum er Ribia, un kilómetro aguas arriba de la desembocadura. La antigua medina amurallada se asoma al río donde los barcos estaban protegidos de los embites del océano, ofreciendo un encuadre muy fotogénico. Las estrechas callejas todavía sin restaurar albergan muchas puertas majestuosas coronadas por un segundo piso de ventanucos.
Los artistas locales han querido dejar su impronta decorando con murales algunos rincones, emulando un poco a Asilah, aunque con un punto más de decadencia. Lo bueno es que los riads todavía son una anécdota, por lo que se puede ver el alma auténtica de la vieja medina habitada por sus vecinos de toda la vida. Fuera de la muralla está la parte nueva que se llena de vida por la noche y en la que se puede cenar carne picada a la brasa (ketfta) por tan sólo un par de euros.
El vuelo de regreso era desde Rabat. Hay varios trenes al día desde Azemmour que te dejan en Salé, la ciudad hermana de Rabat, separada tan sólo por un río. El contraste entre actualidad y tradición se destaca aquí con el moderno tranvía circulando junto a las centenarias murallas de barro. Como teníamos tiempo pudimos visitar la medersa construida por el sultán Al Hassan Ali. Aunque más pequeña, su decoración puede rivalizar con las famosas medersas de Fez y Marrakech. Y tiene el plus de que estás completamente solo.
El azar quiso que para coger el taxi que nos llevara al aeropuerto, saliéramos por la puerta del mar. Eso nos hizo toparnos con una despedida inesperada que nos dejó sin palabras. Las murallas estaban rodeadas de miles de tumbas, alineadas en perfecto orden, extendiéndose hasta el río y el mar. La luz del atardecer, con la Kasbah de Rabat recortándose en el horizonte ofrecía un paisaje que te dejaba con la boca abierta. Para alguno seguro que será un motivo para acercarse a verlo en persona.
hola