Playas de Tailandia. El paraíso mochilero
Tailandia es una de las puertas de entrada a Asia, y sus playas la han convertido en una de las Mecas del turismo mochilero. Al tener dos costas pobladas de islas, en cualquier época del año puedes encontrar una playa en la que desconectar del estrés mientras te dan un masaje en los pies para liberar las tensiones de la última fiesta. Y si tu playa secreta se convierte en demasiado frecuentada, siempre tienes otra isla cerca donde todavía no se ha corrido la voz y puedes soñar con ser Robinson Crusoe.
Aunque yo no soy un animal de playa, era difícil no sucumbir a la tentación. En todos los locales de Khao San Road, hasta en las peluquerías, te venden billetes a las playas, recogiéndote en la puerta y dejándote en un hotel del precio que digas. Cierto que se me volvía a plantear el viejo dilema que tuve en Vietnam. Te mueves en un mundo ficticio, preparado para los turistas, aunque sean mochileros, alejado de los tailandeses, que en algunos casos incluso tienen que pagar suplementos por usar estos “servicios especiales”. Pero la paliza de kilómetros que llevaba en el cuerpo, y el hecho de que tenía mis amigos tailandeses hizo que me abandonara a disfrutar del descanso tropical en las playas de las islas, más que a profundizar en conocer el interior del país.
La primera escapada fue a Ko Samet, no muy lejos de Bangkok. Teníamos que esperar el visado de Birmania, así que era una buena excusa para huir del hechizo de Khao San por unos días. Puntualmente la minivan con aire acondicionado nos pasó a buscar por el hotel, y al llegar a no sé dónde (es lo que pasa cuando te llevan) nos metieron como borregos en la barca correspondiente. El resto del pasaje lo formaban un par de cincuentones tatuados de piel enrojecida por el sol, junto a otro par de muchachas de piel canela, con la tercera parte de vida a sus espaldas, alquiladas probablemente en la vecina Pattaya.
Aunque Tailandia no participó en la guerra de Vietnam, también se vio afectada. En algún lugar había que dejar divertirse a los muchachos que estaban bombardeando a los “charlies” en la selva. Uno de los lugares elegidos fue un pueblecito en la costa, no lejos de Bangkok, al que empezaron a acudir los marineros que desembarcaban de los barcos de guerra. Con el tiempo, ese pueblecito se convirtió en uno de los destinos mundiales del turismo sexual, y su nombre, Pattaya, sinónimo del eterno negocio.
Al llegar a la isla el «pick up» transformado en autobús te espera en el muelle para llevarte al hotel que le digas. La carretera rodea la isla y todas las playas tienen su hotelillo con encanto. Al final, el elegido fue Tubtim Resort. La playa de arena blanca estaba resguardada, y el agua con la temperatura ideal estuvo todos los días tranquila como una piscina. El restaurante sobre la misma arena, además de bien surtido, tenía zumos naturales de mil sabores para acompañar la lectura. Y si por la noche el silencio te impedía dormir, no tenías más que cruzar a la siguiente playa donde cada día había una fiesta, amenizada con malabares de fuego.
Pero para fiestas de playa, hay una que va de boca en boca entre los mochileros del sudeste asiático: la fiesta de la luna llena en Ko Phangan. Al volver de Birmania faltaban sólo cuatro días para el plenilunio, y pillaba camino de Singapur, con lo que faltó tiempo para ir a comprar los billetes. Aquí la organización ya era de nivel. Nuestro convoy lo formaban cinco autobuses de lujo, con sólo tres asientos por fila, que se podían reclinar casi horizontal para descansar realmente. Cada pasajero tenía una pegatina de colores que indicaba el destino final, para que nadie del rebaño de mochileros se pudiera perder. No deja de ser curioso cómo Tailandia puede domesticar el espíritu libre de los mochileros, y hacerlos desfilar en los grupos organizados que tantas veces habrán criticado.
Por si fuera poco, al haber dormido bien en el autobús, el sitio que paramos a desayunar tenía cafetera express, y la tienda de al lado, una especie de churros. Al llegar al embarcadero cada uno es clasificado al barco que su pegatina diga, y al llegar a destino empieza el circo. El muelle está lleno de gente escrutando ansiosamente al barco, como si llegara alguna personalidad importante. Al tender la pasarela es como si empezara una manifestación, y se levantan los carteles de los distintos hoteles, y empieza el griterío como una subasta. Los que tienen alojamiento contratado buscan su hotel, y los hoteles vocean los nombres de sus huéspedes, y los que no tienen clientes, gritan el precio de su habitación, por si alguno quiere cambiar a última hora.
La efectividad es sorprendente. En unos minutos se vació el muelle, y cada oveja había encontrado a su pareja. Nuestra pareja se llamaba Golden Beach Resort, y el rebaño se había ampliado con otros españoles que conocimos en el camino. Así, el resort tomó un aire latino, dejando pasar el tiempo en las hamacas, escuchando nuestra música, y alabando a la cocinera. Las cabañas estaban en una ladera que bajaba hasta la playa, y la mía estaba literalmente sobre el mar. El ruido de las olas rompiendo debajo de mi cama me acunaba cada noche.
Hat Rim es el extremo sur de la isla. Un cabo con playas a los dos lados, llamadas del amanecer y del atardecer. Lo que en su día debió ser un fantástico lugar para perderse, hoy es una playa coqueta con los cocoteros luchando por contener los cientos de cabañas que la rodean por todos lados. Y entre las apretadas cabinas aún queda sitio para restaurantes de todas las cocinas del mundo, agencias de viaje, Internet, especies de cine, centros de masajes, tiendas de recuerdos… Tanta aglomeración parece Benidorm, pero de una generación menos de los que vienen a España aunque, por otro lado conserva ese punto rústico de decoración que todavía le hace mantener un ambiente mochilero.
Y llegó La Noche. De todos los rincones de la isla comenzaron a llegar jóvenes con pinturas de guerra fosforescentes. La playa se llenó de siete mil almas dispuestas a abandonarse a la música electrónica hasta el amanecer. El entorno era idílico, y el ambiente entre la gente de buen rollito. Para mantener el ritmo, cualquier tienda vendía litronas con tropicales mezclas, y para aliviar el calor, nada mejor que un chapuzón en el océano. Y para los que necesitábamos un descanso, en las colinas de los laterales había chill outs desde los que observar la oscilación de la masa, sudando el exceso de alcohol y demás ayudas sintéticas ad hoc.
De ahí fui a la musulmana Malasia. Vaya contraste. Y al volver de Singapur, busqué a Juan y Marlen para pasar Navidad con ellos. Estaban por Krabi, famoso por sus espectaculares acantilados de caliza para escalar sobre la playa misma. Pero a mí me daba todo un poco igual. Había constatado que no podría llegar a Micronesia en barco y llevaba la moral un poco baja. Así que me dejaba llevar por lo que viniera. El poder bailar salsa en Navidad en Ko Lanta me animó un poco más. Y en los paseos por su larga playa empecé a rumiar el cómo retomar la vuelta al mundo sin avión. Guardo el recuerdo de las mariscadoras raspando una especie de ostras en los acantilados, dejando un mosaico de nácar sobre roca negra al atardecer. A pesar de que la influencia malaya haga que el sur del país sea musulmán, la sonrisa tailandesa es capaz de iluminar la cara envuelta en el pañuelo.
Fueron los días en Ko Phi Phi los que me volvieron a poner en funcionamiento. En realidad son dos islas, Ko Phi Phi Don, donde se concentran todos los alojamientos, y Ko Phi Phi Leh, deshabitada y convertida en reserva natural. Antes era famosa por sus nidos, con fama de exquisitos en sopa. Los acantilados que caen verticales al mar turquesa tienen bambúes sujetos no sé cómo, por el que los muchachos escalan a por el preciado manjar. Dos protegidos entrantes la podrían haber convertido en el secreto refugio de piratas, pero la fama de Hollywood le robó la tranquilidad. Llegó Di Caprio, rodó “La Playa”, y empezó el peregrinaje. Cuando por fin encuentras un hueco entre las barcas, al poner el pie en la blanca arena, un funcionario te está esperando con el consabido ticket de bienvenida. Aún con la aglomeración, sigue teniendo mucho encanto.
Era como estar en el paraíso. La cabaña en Ko Phi Phi Don estaba en la misma playa. Tras dejar pasar otro día más, la puesta de sol rodeaba de colores increíbles la silueta de los acantilados que se recortaban en el horizonte. Las fogatas en la arena y el sonido de la guitarra acompañaban el paso de las horas. Si nos apetecía algo más movido, no había más que coger una de las barcas-taxi, y nos desembarcaba en medio de los restaurantes y bares del “pueblo”. La ofrenda de los collares de flores en la proa y la destreza del piloto nos protegían por la noche de los mismos corales que buceábamos durante el día. Bajo el agua, el blanco de la arena se transformaba en apenas unos metros en una paleta de brillantes colores, de peces de todas las formas, en un mundo que te hacía olvidar el respirar. Y por la noche, las algas fosforescentes te indicaban hasta dónde llegaban las olas, como marcando la línea a seguir para pasear.