Lago Tonle Seap
Dicen que la carretera entre Siem Reap y la frontera tailandesa es de las peores del país. No quería dar mi voto en esa encuesta así que había que buscar alternativas. Aunque hay que dar un poco de vuelta, se podía seguir el camino que no tiene baches en el sudeste asiático: el agua. Cruzando el lago Tonlé Seap se llega a la carretera que une la capital con la frontera y que, supuestamente, es la mejor del país. Si bien se duplica el tiempo de viaje, cambiar el autobús por un relajante trayecto en barco es un atractivo interesante a estas alturas de viaje. La espalda lo acabará agradeciendo más adelante. Además, estaba el «bonus» de explorar Battambang, con su pasado colonial. Decidido. Iremos en barco.
Los altavoces de la boda de enfrente del hotel nos volvieron a despertar a una hora indecente. ¡Vaya costumbre ésta de empezar las bodas de madrugada! O si lo quieren hacer así, podían dejar la parte de “música a todo volumen, que todo el mundo se entere que, por fin, me caso” para más tarde. Hoy tampoco importaba tanto pues teníamos que ponernos en marcha y, cuanto antes, mejor. Así que, todavía de noche, montamos apiñados en una minivan hacia el embarcadero. Desperté cuando la furgoneta paró. El camino de tierra moría en lo que parecía un espigón en el agua del lago. A los lados, casas sobre palafitos y barcuchas le ponían la decoración de fondo a la pobreza, que se acercaba a vender bollos para desayunar.
Junto a una choza que hacía de autoridad portuaria estaba el barco. En algún tiempo lejano fue uno de esos ferrys rápidos, de los que obligan a los pasajeros a ir sentados en butacas, encerrados en una sala enmoquetada. Hoy, de ese pasado le quedan trozos de pintura blanca y la mitad de las butacas. Tras dejar las mochilas en la sala de máquinas costó esfuerzo hacerse un sitio entre la gente que se apiñaba ya en la cubierta redondeada. Todo parecía indicar que saldríamos pronto.
Pero lo evidente no es siempre lo que sucede. Ya me había hecho con mi sitio y había empezado a hablar con unas suecas, cuando la autoridad portuaria salió por fin de su cuchitril. Y decidió que algo tenía que decir, que para eso era la autoridad, y mandó traer otro barco. Y también decidió que algunos, entre los que estaba yo, pero no las suecas, íbamos en el otro barquito, de madera y mucho más pequeño. Además le entró la prisa y no dejó que cambiáramos las mochilas. “Las recogéis al llegar”, dijo la autoridad. Cuando perdimos de vista el barco blanco, que aún se acordaba de cuando había sido rápido, tenía el presentimiento que decía adiós a mi mochila, compañera de tantas fatigas.
El lago Tonlé Seap es un capricho del Mekong y de la plana geografía camboyana, y una garantía para la gente del delta en el sur de Vietnam. Cuando en la época de lluvias crece el caudal del río, la diferencia de altura hace que el agua fluya desde el Mekong hacia el lago, que va aumentando su nivel mientras almacena un agua que, de otro modo, causaría una crecida devastadora aguas abajo en el delta. Durante la estación seca, el caudal del río baja, se revierte el sentido del flujo, y el lago empieza a vaciarse dejando que el agua termine el recorrido que enseñan los libros de texto, sin haber causado ningún desastre.
Pero el caprichito de la naturaleza hace que lo que en la estación seca son caminos entre vegetación, en la época de lluvias sean canales entre las copas de los árboles. Los pivotes de los palafitos tienen que estar preparados para tantos metros de oscilación del nivel del lago y, en la estación seca, en vez de casas parecen torres de vigilancia contra incendios. Otra gente ha optado por no tener que subir y bajar tantas escaleras, y viven sobre casas que flotan sobre fajos de bambú. Los menos pudientes se conforman con ponerle un techo y una antena de televisión a la barca, y vivir atados a un palo que clavan al fondo. Los pocos lugares que, permanentemente, están fuera del alcance de las aguas están consagrados al culto de Buda en las únicas construcciones sólidas de la zona.
En poco más de una hora atravesamos el lago, y comenzamos a meternos por canales entre vegetación, que igual que las carreteras secundarias se ensanchaban milagrosamente para permitir que nos cruzáramos con otras barcas. Y como en cualquier trayecto de autobús también tuvimos nuestra parada. La diferencia era que la tienda flotaba en el agua, y que por el agujero del baño asomaban unos preciosos jacintos flotantes.
El recorrido estaba lleno de un paisaje humano único. Además de las barcas vivienda, curiosos artefactos levadizos cogían los peces como en un colador gigante al ser izados. Otros optaban por tender una red flotando bajo botellas de plástico, que cuidadosamente nuestro piloto evitaba. Había quien tenía su propio criadero de peces dentro de una barca. Los niños, que se bañaban desnudos, nos saludaban al pasar y aprovechaban la ola que dejaba el barco para hacer alguna cabriola. A sus madres no les hacía tanta gracia cuando se les movía toda la cocina flotante.
Contra todo pronóstico, las mochilas nos estaban esperando en el embarcadero de Battambang. Ante semejante alegría no quise pelear por buscar hotel y nos fuimos con el primero que nos ofreció transporte entre la marabunta de charlatanes que esperaban la llegada del barco. Aproveché la tarde para dar un paseo por las antiguas calles coloniales. A pesar de que son edificios franceses, el estado de decrepitud me traía constantemente a la cabeza la Habana vieja. Ninguno destacaba especialmente, así que me acerqué a la zona del mercado buscando un poco de color, pero la noche caía a esa velocidad con la que sólo lo hace en los trópicos, y me encontré con los puestos de comidas que se preparaban para la cena. El menú de serpientes, ranas, cucarachas y escorpiones me llamaba, pero habíamos quedado con unos valencianos para cenar. Queda pendiente.
Cuando un grupo de españoles nos juntamos a cenar, lo hacemos a nuestra hora, a ésa que es difícil encontrar algo abierto. Y no es sólo el hecho de comer, sino que las conversaciones alargan la velada ante la cara de sueño de los camareros. Y contentos con entender por fin lo que todo el mundo dice en la mesa, decidimos ir a tomar algo pues era sábado. Nos costó más vueltas de las esperadas encontrar la “discoteca”, pero tan sólo 5 segundos en darnos cuenta de que se estaba cociendo algo. Unas miradas valieron para volver sobre nuestros pasos, y tras cerrar la puerta el ruido de botellas rotas marcó el inicio de una batalla campal. No contentos con habernos salvado por los pelos, y a pesar de haberlo evitado en China, no había otra opción y acabamos en un karaoke cantando a Julio Iglesias y a los Beatles.
Al levantarme no me importó el dolor de cabeza pues en pocas horas estaríamos en la moderna Tailandia. Pero cuando al cargarme la mochila se me rompió una de las asas, aquello ya no me hizo tanta gracia. De todas maneras el taxi compartido que íbamos a coger nos dejaba en la frontera mismo, así que no tendría que hacer muchos trasbordos. O éso era lo que pensaba. Por éso cometimos el error de gastar todos los rieles camboyanos en pagar el hotel.
El taxi casi volaba por la carretera sin agujeros. Mi cabeza se puso a pensar en Tailandia como forma de evadirme de la inusual velocidad, hasta que un juramento del conductor, seguido de un inusual bache me sobresaltó. Nos mirábamos intentando adivinar que había pasado, pero el conductor en vez de pararse aún iba más deprisa. De repente toma un desvío y acaba parándose. Todavía sin saber que sucedía, el conductor, el coche, y un cargamento de whisky que no había visto antes desaparecen dejando los bultos y los pasajeros en un camino secundario.
Preguntamos al resto de pasajeros camboyanos qué había pasado. Lo único que sacamos en claro entre tanto gesto es que le habíamos pasado a una niña por encima de la pierna, y que nos teníamos que buscar la vida. No sabíamos que hacer. Buscar la policía… pero como localizábamos al conductor. Probablemente estaría desaparecido unos días. Todavía aturdidos nos ponemos a andar bajo el sol, camino de la carretera. Acabamos montados en un pick-up que ya iba lleno con otros veinte pasajeros que iban al mercado a Sisophon. Entre los bultos a nuestros pies, se notaban los sacos con serpientes que se movían.
Los dólares en billetes pequeños de emergencia nos salvaron y nos montamos en otra camioneta camino de la frontera. Mientras nos acercábamos a Poipet pensaba en la niña, y en la indiferencia del resto de los pasajeros ante el incidente, quizás resignación. ¿Por qué veía a los camboyanos tan diferentes al resto de sus vecinos? Enfrente de mí había un hombre con mirada triste, dientes enfundados en oro y tatuajes en el pecho que le asomaban por la camisa entreabierta. Parecían dibujados para protegerle de las balas, como hacían los Khemeres Rojos. En este viaje había evitado visitar nada que estuviera relacionado con Pol Pot, pero éso no quiere decir que no haya ocurrido, y un país no puede olvidar un pasado tan reciente.
Quizás ahí estuviera la diferencia.