Polinesia, el paraíso soñado
La sola mención de la palabra polinesia evoca la imagen de playas blancas, rodeadas de cocoteros que se inclinan sobre aguas cristalinas, vahines sonrientes danzando sensualmente, y hospitalidad capaz de amotinar tripulaciones para resistirse a abandonar estos parajes. Para mí añadía la dificultad de poder visitar las Islas de la Sociedad, la peculiar región francesa, sin dinamitar el presupuesto del viaje, pues es uno de los destinos más caros del planeta.
La llegada al aeropuerto de Tahiti reforzó mi idea de la similitud cultural entre las islas del Pacífico. Los familiares esperando con collares de flores a los pasajeros del avión y las neveras de plástico como equipaje en vez de maletas eran cosa común en Micronesia. La falta de información también se da aquí. Tras esperar casi una hora el autobús que según me dijeron iba a pasar en seguida, un coche se paró y nos preguntó a dónde íbamos. Resulta que ya no había más autobuses, pero nos llevaban al hostal. Nos acabábamos de encontrar con la hospitalidad isleña, que se repetiría en todas las islas.
Intenté planificar un recorrido por las islas en cargueros, pero como tenía un billete de avión en una fecha determinada, visto lo que pasó al ir a embarcar en el primer barco, hubo que cambiar de planes. Tras preguntar en la oficina del carguero, nos dirigieron al barco, que como llevaba gas en la carga no transportaba pasajeros en ese viaje. Si cada trayecto iba a ser así, no quería arriesgarme a perder el avión de salida. Hubo que morir al palo de los pases de avión, que al menos sabes que siguen el horario.
La primera parada fue Huahine. No es una isla muy frecuentada por el turismo, por lo que mantiene todavía su carácter auténtico. Y ese es precisamente su encanto, pero que como no se puede plasmar en una foto, no atrae tanto al turismo en masa. Fare, su “capital” es un pueblito donde parece que no pasa nada y puedes disfrutar sentándote a ver pasar la gente en su quehacer cotidiano. En las puertas del supermercado se forma otro mercado, con productos locales frescos, y así se puede conseguir atún recién pescado, o comidas locales, como el delicioso pescado crudo con lima y coco.
Pero los atractivos turísticos no faltan. En el sur hay preciosas playas blancas en la zona de Parea, y en el norte, en Maeva, hay unos maraes (recintos religiosos tradicionales) interesantes, y en el río, unas antiquísimas trampas de piedra para peces, todavía en uso. Tuvimos la suerte de coincidir con una fiesta de un pueblito y disfrutar de las danzas locales sin el barniz de la representación turística, con bailarines de todas las edades y volúmenes (el sobrepeso es un verdadero problema por estos lugares).
Bora Bora es mucho más turística y nada más llegar ya te impacta. El aeropuerto está en el arrecife que rodea a la isla, y para acceder a los alojamientos hay que navegar por su laguna turquesa con la silueta verde de los 727 metros del Monte Otemanu recortándose sobre el cielo azul. El blanco de las olas perdiendo su fuerza al chocar con la barrera de coral añade color a esta postal paradisiaca, con multitud de resorts de cabañas sobre el agua de lo que parece una piscina gigante. Antes de llegar a Polinesia había pensado saltarme una noche el presupuesto y vivir la experiencia de una noche en uno de estos iconos del Pacífico, pero el precio me lo prohibió. Cuestan 1000 euros por noche. Y no están vacíos.
Los pollos campaban a sus anchas en el aeropuerto de Moorea, como queriendo decir a los pasajeros que llegaban en el avión que se había terminado el lujo de Bora Bora, y con ellos los precios prohibitivos. Las montañas aquí son más altas y crean bahías espectaculares, como la de Cook o la de Opunohu, que casi parecen pequeños fiordos, elevándose más de 900 metros desde el mar hasta las cumbres. La laguna aquí no es tan espectacular, pero tiene sus rincones preciosos, y también se puede nadar con tiburones y manta-rayas. Cuando ves aparecer las temidas aletas fuera del agua, no puedes evitar que te venga a la cabeza la banda sonora de la película “Tiburón”. Sólo cuando nadas junto a ellos sin que pase nada te bajan las pulsaciones y comienzas a verlos como la especie amenazada de extinción que es. Como no ha habido película de manta-rayas asesinas, nadar con ellas es otra sensación completamente distinta. Un claro ejemplo del poder del cine.
Raiatea es el príncipe destronado de las Islas de la Sociedad. En los tiempos de esplendor de la cultura polinesia era su centro espiritual. Cuando la vida occidental se abrió camino en esta parte del Pacífico, impulsada por la riada de francos franceses que hicieron posible las pruebas nucleares de Mururoa, Tahiti se convirtió en el nuevo centro de referencia. Aunque cueste creerlo, las islas son territorio francés, y con un día de antelación sobre la fecha en la metrópolis, aquí también se celebraron las elecciones presidenciales francesas. Los carteles electorales de políticos encorbatados estaban pegados entre las palmeras en un curioso contraste. La bandera francesa ondeaba en el colegio electoral de Avera y a su amparo se había montado un mercadillo de comida local, del que salí con una fruta de pan que me regaló el alcalde.
La costa de Raiatea casi no tiene playas, así que lo que hacen los locales es ir a uno de los islotes coralinos del atolón, los motu. El de Iriru es de propiedad pública, así que podríamos decir que es como un parque. En él hay un vigilante y unos baños públicos y mesas entre las palmeras. Pidiendo permiso se puede ir a acampar, y así estaba una familia cuando llegamos. Al vernos empezaron a ofrecernos todo tipo de comidas locales, deliciosas, en una muestra de la hospitalidad isleña que todavía aparece al alejarte de los lugares turísticos.
Esa amabilidad la vimos al hacer autostop para recorrer la isla, en la que varias veces se desviaron del camino para dejarnos en el sitio a donde íbamos. Uno de los lugares que quería visitar era el marae de Taputapuatea, el centro religioso ancestral de las islas. Aquí venían los navegantes a hacer sus sacrificios antes de partir de exploración. En él se cuenta que está enterrado el gran pulpo Taumata I´e´e, que extiende sus tentáculos en las direcciones en las que se encuentran las islas a las que fueron las diferentes migraciones polinésicas, pues según sus tradiciones, en origen partieron de esta isla.
Una de esas canoas llegó hasta Nueva Zelanda, dando lugar a la cultura maorí. Otra llegó hasta Hawai, marcando el segundo vértice del triángulo que delimita Polinesia. Y otra llegó hasta Rapa Nui, el tercer vértice, que era muestro próximo destino. Aunque pertenece oficialmente a Chile desde finales del siglo XIX, los habitantes de Rapa Nui se sienten polinesios. Como venía siendo demasiado habitual últimamente, no salimos cuando queríamos. El avión se averió y nos quedamos un par de noches más en Tahiti disfrutando de los lujos de un hotel de categoría gracias a la compañía aérea antes de poner rumbo a Isla de Pascua.
Es admirable que siglos antes de que los barcos europeos surcaran los océanos, los aparentemente frágiles catamaranes polinesios recorrieran el océano Pacífico en viajes de ida y vuelta. Aunque no conozcamos en occidente sus nombres, los que llegaron a Isla de Pascua tienen su merecido monumento en esta pequeña isla, en mitad de ningún sitio. De todos los ahu de Rapa Nui, sólo hay uno, el de Akivi, que no está en la costa y con los moais mirando al océano. Sus siete esculturas representan a los siete navegantes que exploraron la isla antes de venir a colonizarla. Después de venir de las Islas de la Sociedad y haber visto los tiki (esculturas de antepasados divinizados), se entiende mejor las misteriosas esculturas que han hecho famosa a la Isla de Pascua.
Todavía se pueden ver moais inacabados en la ladera del volcán Ranu Raraku que servía de cantera. Las últimas teorías dicen que el trasporte se hacía verticalmente, caminando como si fueran pingüinos en movimientos cortos sobre una base redondeada. La piedra roja con la que hacían los peinados (era su pelo, no sombreros) venía de otro volcán distinto. El más bonito de todos los cráteres de la isla es Rano Kau, recubierto de una laguna con juncos. En su ladera está la aldea de Orongo, lugar de las ceremonias del Hombre Pájaro, en las que se competía por traer el primer huevo del ave manutara que anidaba en los islotes cercanos.
El ahu más fotografiado es el de Tongariki, que con 15 moais levantados por los japoneses ofrece una preciosa foto al amanecer. Los siete moais de Nau Nau, sobre la blanca playa de Anakena, la única de la isla, dan una imagen muy tropical. Pero también han sido puestos en pie recientemente, pues cuando llegaron los europeos todas las estatuas estaban en el suelo, derribadas por las luchas entre clanes. El agotamiento de los recursos de la isla llevó a una situación insostenible que degeneró en el caos. Podríamos tomarlo con lección, pues la tierra no deja de ser una isla en el universo, con recursos finitos. Pero ya sabemos que el hombre puede tropezar infinitas veces en la misma piedra.
Viendo todas tus fotos, de repente me está naciendo la necesidad de viajar y de ver este maravilloso mundo, al menos una vez antes de morir. Nacho, me imaginas dando la vuelta al mundo en mochila????????? Creo que voy a ser capaz!!!!El problema es que tendrá que esperar unos años.. hasta que los pedugos sean mayores. C´est la vie!!!!