Melanesia, el rencuentro con las islas del Pacífico
Los días de Fiji iban a ser una parada para descansar y planear lo que nos quedaba de viaje. Los caprichosos ciclones los convirtieron en días de incertidumbre y stress, sin saber si íbamos a poder ir a la isla. Nuestro siguiente vuelo salía de allí, así que teníamos que llegar fuera como fuera. Cuando intentábamos encontrar asientos en los vuelos que empezaban a salir, la señora de la aerolínea nos mostraba fotos de Nadi inundada, y nos repetía que no era buen momento para ir a las islas. Por si fuera poco, otros viajeros que consiguieron asientos en un vuelo anterior al nuestro, llegaron al aeropuerto y les denegaron el embarque al haber overbooking.
No teníamos un panorama muy alentador cuando por fin aterrizamos en la capital. La humedad del trópico nos recibió “calurosamente” al salir del avión, y una orquesta local ponía las notas de bienvenida mientras hacíamos la cola en el control de pasaportes. Al menos a primera vista no se veía el caos, y los policías con sus faldas blancas acabadas en picos ponían la nota de humor a la escena. Una vez fuera del aeropuerto la cosa era distinta. Los campos estaban inundados y la capital tenía el acceso restringido por los daños causados. Nos quedamos cerca del aeropuerto con la idea de salir de la isla principal lo antes posible, pues decían que las islas exteriores estaban menos afectadas.
Tras la cena asistimos a nuestra primera degustación de kava, la bebida típica de Fiji preparada con raíces machacadas. La había probado en Micronesia, y entonces me pareció beber una especie de barro que te dormía la lengua. Decidí darle aquí, en su terreno, una segunda oportunidad, pero seguía sin gustarme. El resto de la gente seguía bebiendo con la música del ukelele de fondo, y las canciones de tonos agudos que me sonaban familiares. Como si la kava estuviera haciendo su efecto, me estaba comenzando a relajar después de estos días de stress. Ya estábamos en Fiji y no íbamos a perder las conexiones.
Con cada momento que pasaba me iba rencontrando con detalles del mundo isleño que conocí en Micronesia. Dulces recuerdos de unos meses que cambiaron mi vida. A pesar de que Fiji pertenece a Melanesia y Chuuk a Micronesia, las islas del Pacífico comparten muchos rasgos culturales. Uno de ellos es el tiempo isleño. O te adaptas a ese ritmo pausado de vida, o tienes todos los números para sufrir ataques de nervios. Yo lo sobrellevé al intentar organizar qué hacer en los días que íbamos a estar por aquí. Nadie sabía nada sobre botes o autobuses, y menos con el caos creado por el ciclón. La opción elegida fue ir a la isla de Mana, que no queda muy lejos de la principal, por si, visto lo visto, hubiera dificultades para volver.
La mitad de la isla de Mana es un resort de lujo orientado a los turistas japoneses. La otra mitad es el pueblecito donde viven las familias del personal del resort, separados por una verja que sólo podían cruzar para ir a trabajar, lo que les dejaba prisioneros en su isla paradisiaca. En el pueblito se las habían arreglado para abrir tres hostales para mochileros. El nuestro tenía dos caras. Al llegar y ver las habitaciones, seguro las más cutres de la isla, vimos la cara oscura. Un giro de 180 grados te asomaba a la playa, digna de un cinco estrellas, y se te olvidaba un poco lo tenebroso de las habitaciones.
El primer día fue duro. No era exactamente el tipo de alojamiento que buscaba. La comida era de supervivencia y la música del bar hasta las tantas y los chinches nos dieron una noche toledana. Pero el resto de los huéspedes y el personal del hotel inclinaron la balanza hacia el lado positivo. En el fondo me pareció más estar conviviendo con una familia isleña que en un hotel. Quizás no descansé como en un resort, pero tuve una experiencia de lo que es la vida local en un pueblo de Fiji que de otra forma no hubiera tenido.
Aunque la idea era descansar, la curiosidad de descubrir la isla dejó poco tiempo a las tumbonas. Bajo el agua, los colores de los corales y de los peces hacían que se te pasaran las horas sin darte cuenta. Desde los miradores en las colinas se podían ver las otras islas cercanas, y algún resort de superlujo, a 2500 dólares la noche. Los servicios religiosos invitaban a la meditación con sus cantos polifónicos. Por la noche las danzas tradicionales, con fuego, con cuchillos o simplemente con sugerentes movimientos de caderas hicieron que los días pasaran sin enterarme.
Las puestas de sol espectaculares, indescriptibles en palabras, me transportaron definitivamente a Micronesia. Allí las vi por primera vez. Se supone que los colores del ocaso se deben a partículas en suspensión. Pero cómo se explica que desde una isla, mirando al océano en la dirección en la que no hay tierra en miles de kilómetros se puedan ver esos colores tan intensos que sólo he visto en el Pacífico. En sólo unos pocos días había vuelto a vivir al ritmo isleño del Pacífico. Un lujazo que no esperaba encontrarme en este viaje.
El camino más corto entre Fiji y Polinesia Francesa pasaba por Nueva Caledonia. Al menos eso es lo que los billetes aéreos decían atendiendo al presupuesto, así que… ¿por qué no ir y conocerlo? Sabía que era un destino caro, así que la estancia iba a ser de cuatro días. Tuvimos la inmensa suerte de encontrar a Thierrry, que nos alojó en su casa y nos hizo de Cicerone, y nos ayudó a sobrellevar la lluvia que nos acompañó todos los días. Incluso en la oficina de turismo nos regalaron un paraguas. ¡Vaya premonición!
Poco puedo decir de la isla, puesto que nos limitamos a estar en Noumea. Intentamos ir a la famosa Isla de Pinos, o a los islotes en la barrera de coral que tan bonitas fotos dan, pero con tanta lluvia optamos quedarnos en tierra firme. Queda para otra ocasión visitar el famoso corazón natural que la naturaleza creó en el manglar del norte de la isla y que ilustra el famoso libro “La Tierra vista desde el cielo”, o el faro del islote Amedée, que se levantó bajo las órdenes de Napoleón III y que da una extraña mezcla de dos mundos lejanos, el alto faro blanco sobre un verde islote plano paradisíaco.
Dos culturas que coexisten todavía en este lejano rincón del trópico. Por un lado la herencia colonial francesa, visible sobre todo en la capital, con sus cafés llenos de pan chocolat y croasanes, barras de pan como dios manda, y los supermercados bien surtidos, hasta con jamón serrano. Y por otro lado la cultura nativa isleña (kanak), más visible en el campo, pero que cobra protagonismo en el centro cultural Tjibaou, y presencia en las mujeres con los coloridos vestidos floreados. De momento en Nueva Caledonia coexisten pacíficamente, pero en 2014 las urnas decidirán si el territorio sigue unido a Francia o empieza a andar en solitario.
La plaza de Noumea es también ejemplo de esta dualidad. Tiene una fuente europea, con estatua, palomas y todo, junto a la que se despliega una colorida feria local isleña. Uno de los días se dedicó a la cultura de las vecinas islas de Wallis y Futuna. Gracias a ellos pude volver a comer taro, fruta del pan, y carne cocinada con sabor a humo. Sabores y olores que se lleva el progreso. Curiosamente estas islas consiguieron la independencia, pero empeoraron su economía. Esa es la gran duda que se tiene la gente sobre el futuro del país.
Mientras tanto la vida transcurre tranquila, con salarios europeos, pero al ritmo y clima isleño. El policía de inmigración me atendió sin dejar de hablar con un amigo por el móvil, planificando el fin de semana, y olvidándose de sellarme el pasaporte. Aun con todo el país funciona. Las carreteras están arregladas, y las roulottes ambulantes que venden comida son últimos modelos, con todas las garantías sanitarias. Los precios son también europeos. En el mercado, la lechuga estaba al equivalente a 14 € por kilo. Al menos la moneda local tiene billetes coloridos y alegres, casi de juguete, como si los precios fueran de broma.
Sólo vi el cielo azul en el aeropuerto al coger el avión hacia Papeete. En un guiño cómico la lluvia paraba al dejar el país. Como queriendo resarcirme de los días perdidos sin oder hacer nada, los caprichos de los convenios internacionales me devolvieron un día. Salía de Nueva Caledonia un viernes, y tras cinco horas de vuelo llegaba a Papeete el jueves por la tarde. Había cruzado la línea de cambio de fecha y debía retrasarme un día. Este año me acostaré 367 noches.
Nacho,por favor, quédate a vivir en alguno de estos sitios de ensueño, y no me quedará más remedio que ir a visitaros «as soon as possible»
!Qué puesta de Sol»
Mañana iremos a comer a Tabarca. Nos acordaremos de vosotros (no es Fiji, pero no el agua es cristalina!!)
Por cierto, sois de las pocas personas en el mundo que vais a disfrutar de un año de 367 días!!!!!!! Sois únicos!!!!!!!!!!
Abrazoosssssssssssssssss